¿MULTICULTURALISMO O CULTURA MUNDIAL?
Acerca de una respuesta de «izquierda» ante la descomposición social contemporánea
Loren Goldner
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(Nota de agosto de 2000: El siguiente artículo fue redactado en 1991 y se publicó en 1993, en formato un tanto reducido, en Against the Current. Hasta cierto punto, el ambiente que se creó a partir de acontecimientos como la huelga de UPS en el verano de 1997 o, más recientemente, Seattle (noviembre de 1999) ha disipado la extrema ceguera económica característica del debate general entre la izquierda norteamericana hace diez años, cuando Foucault, Derrida, Said y Spivak estaban en la cresta de la ola. Dicho esto, la polémica del artículo contra los residuos de esas ideologías sigue siendo útil.)
Si una Rosa Luxemburgo del siglo XXI se dedicase a investigar la situación de Norteamérica durante las décadas posteriores a 1973, constataría un descenso general del nivel de vida de aproximadamente un veinte por ciento para al menos un ochenta por ciento de la población. Tomaría nota de que en 1945 los Estados Unidos eran el mayor país exportador de bienes industriales del mundo y de que también tenían la mano de obra mejor remunerada y con mayor nivel de productividad del mundo. En semejante contexto, que duró hasta finales de la década de 1950, tomaría nota de que un solo ingreso de clase obrera bastaba para mantener (es decir, para reproducir) a una familia de cuatro e incluso más miembros. Se fijaría en que a comienzos de la década de 1960, la mayoría de esos salarios, pero de ningún modo todos ellos, los recibían blancos, y también constataría el crecimiento continuo del proletariado urbano negro en las ciudades del norte durante esa misma época, que también reproducía a familias negras de clase trabajadora. En 1992, sin embargo, para mantener el nivel de reproducción de principios de la década de 1960 hacían falta dos o más ingresos de clase trabajadora, y los hijos de las familias negras de clase trabajadora que vivían entre las ruinas de la industria norteamericana se veían cada vez más empujados hacia las filas de la marginación. Quizá tropezase con un estudio de Business Week de agosto de 1991 según el cual los ingresos combinados de una pareja típica de clase obrera blanca atrapada en sendos empleos fijos de jornada completa sin perspectivas de promoción, equivalían en términos reales a un cuarenta y cuatro por ciento de la paga de cualquier obrero especializado de treinta años antes. En el caso de una pareja negra de clase obrera el descenso era aún más dramático. A principios de la década de 1950, nuestra figura a lo Rosa Luxemburgo constataría que una familia media de la clase obrera norteamericana dedicaba el quince por ciento de sus ingresos al pago de la vivienda, mientras que en 1992 dicha cifra rondaba el cincuenta por ciento. Por consiguiente, no se sorprendería al comprobar que durante los cuarenta y cinco años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el grueso de los beneficios capitalistas adquiridos en los Estados Unidos se había desviado de forma radical desde la industria hacia la banca y el sector inmobiliario. Los artículos más exportados por los Estados Unidos en 1992 ya no eran fundamentalmente tecnología y productos industriales, sino productos agrícolas y cultura popular.
Naturalmente, nuestra historiadora del siglo XXI se preguntará cómo pudo producirse un cambio tan dramático de forma tan rápida; encontrará fácilmente la respuesta en la inmensa fuga de capital productivo que comenzó a finales de la década de los cincuenta, primero hacia Canadá y Europa, y a partir de mediados de la década de 1960 y cada vez con mayor frecuencia, hacia ciertas áreas del Tercer Mundo. Comprendería que la desindustrialización de los Estados Unidos a lo largo de treinta y cinco años no fue sino la otra cara de esta «subcontratación» de la producción en masa, del auge continuo de la competencia europea y sobre todo japonesa, y de la revolución global de la «tecnología punta» que estaba expulsando al trabajo vivo del proceso de producción. Al aplicar a este proceso el concepto de salario social total de la Rosa Luxemburgo original, comprendería sin demasiada dificultad que el objetivo principal de esta acumulación (y desacumulación) había sido esa misma mano de obra bien remunerada y altamente cualificada del período inmediatamente posterior a la posguerra. Tomaría nota del paralelismo con el declive de Inglaterra entre 1870 y 1945, con la salvedad de que quizá reparase en la habilidad con la que los líderes estadounidenses, desde finales de los años cincuenta en adelante, se las ingeniaron para camelar y coaccionar a los titulares europeos, japoneses y árabes de reservas cada vez mayores de dólares para que los reinvirtiesen en bonos del Estado norteamericano y en el mercado de capitales estadounidense, lo que permitió disimular la gravedad del declive a ojos de la mayoría de los norteamericanos e incluso a los de la mayoría de miembros de la elite dominante. Al releer las Teorías sobre la plusvalía de Marx o La acumulación de capital de su homónima antecesora, quizá nuestra historiadora sonriese ante el enclaustramiento de la elite en sus lamentables ideas económicas keynesianas y monetaristas mientras presentaba como «crecimiento» un incremento interanual del PIB en el momento en que las ciudades estadounidenses se llenaban de fábricas vacías, calles llenas de baches, drogadictos, cadenas de comida rápida, guardias de seguridad y personas sin techo.
Si lleváramos algo más allá nuestro experimento intelectual, quizá a nuestra historiadora le llamara la atención que a finales de la década de 1980, los alumnos de instituto estadounidenses que se presentaban a exámenes internacionales estandarizados se encontraban, en todas las asignaturas, en el vigésimo puesto de las veinte naciones denominadas «industrialmente avanzadas». Quizá reparase en que en torno a esa misma época más del cincuenta por ciento de los doctorados en asignaturas científico-técnicas otorgados en universidades norteamericanas correspondían a extranjeros, y que de ahí en adelante lo que quedase de I+D estadounidense iba a depender de que dichos extranjeros se quedasen en los Estados Unidos. (Quizá se le escapase una sonrisa ante tan inesperada inversión de la «teoría de la dependencia».) Al fijarse en la reproducción de la fuerza de trabajo en su conjunto, no le sorprendería descubrir que los gerentes de los pocos sectores industriales restantes que requerían cualificación técnica estuvieran preguntándose en voz alta qué harían cuando se jubilase la generación actual de trabajadores adultos, puesto que los institutos y las universidades ya no les proporcionaban relevos. Pero como estaría familiarizada con los conceptos marxistas y luxemburguistas anteriores acerca de la reproducción de la fuerza de trabajo, al comprobar la forma en que los capitalistas norteamericanos estuvieron esquivando los costes de esta reproducción durante treinta y cinco años, nada de esto la sorprendería.
Por ultimo, a nuestra Rosa tampoco le sorprendería descubrir que desde finales de la década de 1950 en adelante, en las flamantes instituciones ideológicas establecidas (los institutos de investigación altamente subvencionados, la universidad, el mundo editorial o las escuelas) apenas se hacía mención de esta destrucción de la capacidad de reproducción material de los Estados Unidos, y rara vez era objeto de debates con una mínima de seriedad o conciencia de la gravedad del problema. Al repasar a los representantes típicos de las ideologías dominantes, constataría que los John Kenneth Galbraith y los Milton Friedman de fines de la década de 1960, los E. F. Schumacher y los Ivan Ilich de la década siguiente, o los ideólogos de la «economía de la oferta» y los «teóricos de la especialización flexible» de la década de los ochenta, cumplieron con su cometido y mantuvieron la atención del público centrada en falsos problemas y falsas soluciones.
Al recordar la polémica en torno al significado de la reproducción material ampliada de la sociedad que la primera Rosa Luxemburgo mantuvo con Lenin y otros revolucionarios antes de la Primera Guerra Mundial, nuestra historiadora del siglo XXI se volvería ansiosa hacia la oposición radical al capitalismo estadounidense en declive con la esperanza de encontrar en ella, por fin, un debate serio acerca de estas cuestiones y la confrontación entre soluciones programáticas y estratégicas destinadas a resolverlas. ¿Cómo —se preguntaría a sí misma␣ se estaban planteando las cuestiones decisivas en el presunto medio radical norteamericano, dentro y fuera de la universidad, mientras el país se hundía en una crisis económica y social peor que la de 1929? Seguro que allí podrá hallar un debate sobre las cuestiones antes mencionadas, emprendido con la seriedad que requería la situación.
En realidad, como sabemos, si examinase la gran mayoría de medios o publicaciones asociadas en líneas generales con la izquierda estadounidense de hoy (1991), activista o académica, nuestra historiadora descubriría muy poco debate en torno a las cuestiones antes mencionadas, y mucho menos iniciativas programáticas organizadas en torno a ellas. Quizá se topase con algún brillante teórico literario que explayándose acerca de que la clase social, la economía y —¿por qué no?— la desindustrialización son fundamentalmente «textos». Pensando quizá que semejante concepto de clase había aparecido pese a todo en el transcurso de la búsqueda de una nueva base para la unidad de clase, quizá le sorprendiera averiguar que no, que el gran debate entre la izquierda norteamericana de finales de los ochenta y principios de los noventa giraba en torno a la «diferencia» de la «identidad» de cada grupo oprimido, (con la notable excepción de la clase trabajadora en su conjunto), y que esta diferencia no era, en realidad, sino… diferencia. Al ahondar más, descubriría que en 1992 la palabra «reproducción» ya no significaba lo que había significado en los escritos de Marx (la capacidad de una clase o de una sociedad de reproducirse materialmente de forma ampliada) sino que había sido sustituida por un debate sobre los derechos reproductivos en sentido estrictamente biológico, cuestión en absoluto trivial pero que puede caer en lo trivial si se la aísla de la reproducción en un sentido social más general. En un primer momento, le sorprendería descubrir la creencia, muy difundida, de que las identidades establecidas en torno a las nociones de raza, género y clase no se constituyen en relación con la producción y reproducción social, sino más bien en relación con los «deseos» de los grupos e individuos afectados. Le sorprendería todavía más comprobar la forma en que se ridiculizaba a quienes defendían el punto de vista más antiguo y por lo visto más pedestre, de la clase trabajadora como clase universal cuya emancipación es condición previa (pero no suficiente) de toda emancipación, en calidad de representantes de unos anacrónicos «metarrelatos» de dominación.
Sin embargo, creo que nada sorprendería tanto a nuestra Rosa Luxemburgo del siglo XXI como descubrir que durante las dos décadas de pulverización de la mano de obra estadounidense durante el proceso arriba descrito, de forma cada vez más insistente, la mayor parte de la izquierda norteamericana consideraba gran parte de los procesos ligados a la reproducción material de la sociedad, como la industria, la tecnología, la infraestructura social, la ciencia, la educación, la formación técnica y su transmisión de una generación a otra, así como la alfabetización y las tradiciones culturales surgidas en conjunción con dichos fenómenos durante la historia anterior del capitalismo, como otras tantas manifestaciones de unos valores y una ideología propios de «varones blancos». Su perplejidad aumentaría todavía más cuando constatase que esta identificación de la reproducción material ampliada de la sociedad como algo propio de «varones blancos» arraigó durante las mismas décadas en que Japón y las nuevas potencias capitalistas de Asia se estaban convirtiendo en los centros neurálgicos de la economía capitalista y contribuían poderosamente al desmantelamiento de los aparatos de respiración asistida de la clase obrera norteamericana. Quizá repararía en el paralelismo entre la circulación cada vez mayor de toda clase de papeles ficticios en la economía estadounidense y la obsesión cada vez mayor de sectores cada vez mayores de la izquierda norteamericana con identidades definidas simbólicamente y una concepción general de la realidad como «texto». Quizá percibiría un paralelismo entre la tendencia económica a la desindustrialización y la moda académica de la deconstrucción. Quizá llegase a la conclusión de que la mayor parte de la izquierda norteamericana había sido colonizada por la ideología dominante y la falta de atención que esta prestó a estos problemas durante décadas. Quizá tomase nota de que muy pocas personas trabajadoras de a pie (pese a que dichas cuestiones también les concerniesen) compartieron la forma en que la izquierda norteamericana, históricamente recluida en guetos sociales y académicos, planteaba las importantísimas cuestiones de raza, género, orientación sexual y clase, dado que esa gente no vivía dichas cuestiones como «textos». Quizá nuestra Rosa Luxemburgo acabara llegando a la conclusión de que el grueso de la izquierda norteamericana no solo se dejó deslumbrar por su propia ideología al adentrarse en la crisis económica y social de la década de 1990 básicamente ciega en lo tocante a la cuestión de la reproducción material ampliada de la sociedad como único marco en el que plantear seriamente las cuestiones de raza, género y clase, sino que contribuyó de forma activa y a menudo estridente, a afianzar la ideología dominante de la época.
Nuestra Rosa Luxemburgo se habrá topado con el gran debate sobre el multiculturalismo.
El multiculturalismo está de moda. De forma muy oportuna, el multiculturalismo significa distintas cosas para gente distinta. Para los teóricos de la derecha, bien subvencionados y pregonados a bombo y platillo, los supuestos representantes del «alfabetismo cultural», los Allan Bloom y los William Bennett, el multiculturalismo es un eufemismo subversivo para el fin de la supremacía blanca en el sistema educativo y la sociedad estadounidense en su conjunto. Para la intelectualidad universitaria pseudorradical que ha convertido a las clases sociales en «textos», el multiculturalismo es la emancipación de una «multiplicidad de discursos», la disolución del presunto «falologocentrismo» de una supuesta tradición cultural «occidental» (Una pista importante respecto de la esterilidad de este debate, tal y como se plantea actualmente, es el asombroso consenso entre las partes contendientes acerca de qué constituye exactamente la cultura occidental). La situación es tan grave que críticos neoconservadores como Milton Kramer pueden presentarse como defensores de la vanguardia tardomodernista de comienzos del siglo XX —de Joyce, Proust o Kafka— como si hombres de la sensibilidad de Kramer no hubieran vilipendiado a semejantes revolucionarios hace setenta años o como si serían capaces de reconocer y apreciar a un nuevo Joyce, Proust o Kafka hoy. En el otro extremo del espectro, mientras la población estadounidense en conjunto desciende hasta el puesto número cuarenta y nueve en alfabetismo mundial comparativo, los importadores del «mal francés» posmoderno siguen lanzando frenéticamente al mercado libros que se miran el ombligo y pijas publicaciones académicas que sólo transmiten una ignorancia fundamental de la historia real y la lamentable creencia de que la deconstrucción de textos literarios equivale a una actividad política radical seria.
En este artículo no nos ocuparemos del asalto mediático de la derecha contra los multiculturalistas como principal fuerza responsable del evidente desmoronamiento de las humanidades en los Estados Unidos. Lo vacuo de semejantes acusaciones, procedentes del sector político que durante más de treinta años ha estado destruyendo la reproducción de la fuerza de trabajo de la sociedad estadounidense a todos los niveles, ha sido abordado en otro lugar. Nos centraremos más bien en las pretensiones de radicalidad de los propios multiculturalistas, o de cualquier definición esencialmente cultural de los seres humanos en sociedad. A partir de ese enfoque, elaboraremos una crítica de los conservadores eurocéntricos y de los multiculturalistas desde la perspectiva de una cultura MUNDIAL emergente.
Podría decirse sin demasiada exageración que el debate contemporáneo acerca de la cultura se reduce a un debate acerca del estatus histórico-mundial de Grecia. Para Allan Bloom y muchos de los de su ralea, todo lo que hay de válido en los últimos dos mil quinientos años de historia es, casi de forma literal, una serie de notas a pie de página de Platón y Aristóteles. Para los multiculturalistas, por otra parte, atrapados como están en la lógica del relativismo, la antigua Grecia no puede ser, por fuerza, sino una cultura «igualmente válida» más. Ahora bien, dada su centralidad para el canon occidental clásico, la antigua Grecia no puede ser solo eso, sino también la cuna misma del falologocentrismo.
No obstante, cuando se investigan los términos del debate, lo realmente asombroso es que, sin que ellos lo sepan, los supuestos multiculturalistas anti-eurocéntricos ofrecen una versión notablemente eurocéntrica de lo que realmente constituye la tradición occidental.
Las fuentes teóricas últimas del multiculturalismo actual son dos varones europeos muy blancos y muy muertos: Friedrich Nietzsche y Martin Heidegger. Para los no iniciados, la continuidad entre estos filósofos y la reivindicación actual del carácter revolucionario de la música rap habrá de resultar de lo más misteriosa. Sin embargo, también es muy reveladora. Incluso si en última instancia Nietzsche y Heidegger deben ser rechazados (y deben serlo), no se les puede trivializar sino a nuestras expensas. Nietzsche, que escribió durante las últimas décadas del siglo pasado, y Heidegger, que redactó sus obras más importantes durante el segundo cuarto de éste, apenas habrían podido imaginar el fin de siécle contemporáneo, en el que sus nombres se pronunciarían a renglón seguido de 2 Live Crew, Los Lobos o los Sex Pistols. Ambos estaban obsesionados por la visión del universo de aplastante uniformidad que veían tomar cuerpo a su alrededor, y que según ellos llegó a su apogeo en el movimiento socialista del siglo pasado. Rastrearon los orígenes de este proceso de nivelación en la fuente más remota de la tradición cultural occidental, la Grecia arcaica, y ante todo en los filósofos presocráticos. Lo que en la actualidad y con connotaciones marcadamente populistas (¡oh ironía!) se denomina «diferencia» lo formuló por primera vez Nietzsche como una negativa radicalmente aristocrática a que la historia culminara en un «sistema cerrado» de igualitarismo, liberalismo, democracia, ciencia y tecnología (o socialismo), que para el constituían otras tantas manifestaciones de una «moral de esclavos» y del deseo de nivelación y uniformidad que los «débiles» aspiran a endilgarle a los «fuertes». Que cien años más tarde semejante idea se convertiría en el fundamento para que una mujer negra homosexual marginada presumiera de su «diferencia» es algo que, con toda certeza, a Nietzsche jamás se le pasó por la cabeza. El había cifrado sus esperanzas en la aparición de una nueva elite de legisladores estéticos a los que denominó superhombres, dotados de la energía y el coraje necesarios para dar forma a la realidad, como grandes artistas, sin necesidad de invocar enfermizas verdades universales válidas para todo el mundo. La solución concreta de Nietzsche —que a menudo (y de forma errónea) se ha considerado como una de las fuentes fundamentales del fascismo (fue una fuente menor)— interesa mucho menos a sus partidarios contemporáneos que su diagnóstico. Ahora bien, la noción del individuo como una «voluntad de poder» que da forma al mundo sin remitirse a leyes supraindividuales y universales, y sin otros límites que los que le imponen otras voluntades análogas, es la fuente directa de la «microfísica del poder» de Michel Foucault, y sin duda presagia de algún modo la realidad contemporánea de un Donald Trump o un Ivan Boesky, al igual que presagia la realidad de un teórico literario posmoderno a la caza de la titularidad en el campus de una prestigiosa universidad estadounidense.
Para Nietzsche y Heidegger, el origen de la uniformidad y la nivelación planetarias reside en el concepto muy occidental de razón y sus pretensiones universalistas. Al igual que sus seguidores posmodernos, ellos no se complicaban la vida con análisis de condiciones materiales, modos de producción y cosas por el estilo. Y consideraban que al abordar el problema a nivel filosófico estaban apuntando a la yugular. A pesar de que el socialismo representaba la culminación de la tendencia que denunciaban, Nietzsche no sabía nada de Marx o del marxismo (aunque sí intuyó, mucho antes que la mayoría de marxistas y de manera brillante, el carácter burgués de la socialdemocracia alemana). Heidegger estaba más familiarizado con Marx (sobre todo a través de un alumno suyo, Herbert Marcuse) pero rara vez trata directamente de el en su obra. Para ambos, Hegel hacía las veces de suplente para la clase de racionalidad histórica que culminaba en el socialismo. El significado de esa palabra contemporánea tan de moda, «deconstrucción», es una destilación de su intento de derrocar la racionalidad dialéctica, y aquello que atacan en Hegel se lo imputan subliminalmente a Marx (la afirmación esporádica según la cual el marxismo y la deconstrucción son compatibles es como decir que el marxismo es compatible con la teoría económica monetarista). El objetivo que tanto Nietzsche como Heidegger tenían en el punto de mira era una racionalidad para la que cualquier «otredad», es decir, diferencia, queda subsumida tarde o temprano en una síntesis más elevada o superación. Para Nietzsche, semejante dialéctica era (como también para Hegel) la dialéctica del amo y del esclavo, pero a diferencia de Hegel, consideraba que esa dialéctica surgía del resentimiento del esclavo, que era una moral de esclavos. Para Nietzsche, la crítica de la dialéctica era una defensa de la «diferencia» del señor aristocrático, el legislador estético superior al que el llamaba superhombre.
[Dicho esto, conviene señalar que los falsos universales EXISTEN, y que ocultan intereses específicos de elite, de clase, casta, raciales o de género en el seno de unas pretensiones huecas a la totalidad. El error de los teóricos posmodernos de la diferencia, sin embargo, consiste en deducir de la existencia de dichos falsos universales que NO PUEDEN existir universales de ningún otro tipo. Según Nietzsche, los valores universales (o lo que los posmodernos denominan «metarrelatos de dominación») los inventaron los débiles para refrenar a los fuertes; para los posmodernos, a los que Nietzsche llega vía Foucault, semejantes valores, comprendido ahí el marxismo, son «discursos de poder» sobre quienes carecen de el. De acuerdo con esa lógica, si el Partido Comunista Francés o el estalinismo en general utilizaron el marxismo para justificar a una burocracia totalitaria, es que todo marxismo desemboca necesariamente en la burocracia totalitaria. Si Ronald Reagan habla de moralidad, entonces toda moralidad ha de asemejarse a la de Ronald Reagan, y así sucesivamente.]
Heidegger lleva la crítica de la dialéctica mucho más lejos. Aquí no podemos dar cuenta de todas las fases de su compleja evolución. Aunque Nietzsche influyó profundamente sobre el, Heidegger consideró tanto a Nietzsche como a su propia fase temprana, que se resume en Ser y tiempo (1927) como la culminación de la tradición que pretendía derrocar. La solución de Nietzsche consistió en atribuir a cada individuo una «voluntad de poder», un intento estético de moldear una realidad en la que no existen leyes separadas de dichas voluntades, porque lo único que existe son esas voluntades de poder. En Ser y tiempo, el primer Heidegger, a través de una compleja transposición, había incorporado la voluntad de poder a su concepción de la existencia individual. Sin embargo, la experiencia del nazismo, al que al principio consideró como una revolución contra la metafísica occidental, le convenció de que la «voluntad de poder» conducía invariablemente a la dominación del planeta por la tecnología (de nuevo, el sistema tecnocientífico cerrado que fue la pesadilla tanto de Nietzsche como de Heidegger) y que ese impulso estaba latente en el proyecto filosófico occidental de Parménides en adelante. (Más tarde, Heidegger llegó a la conclusión de que los nazis quedaron atrapados en el «nihilismo tecnológico» general de Occidente). En su fase final, que fue decisiva para Michel Foucault, Heidegger decidió que la historia del Ser en la cultura occidental era la historia de esa voluntad de poder, codificada en una concepción del Ser como PRESENCIA y reducible a una imagen diferenciada. En la cultura occidental, según la interpretación de Heidegger, aquello que no puede ser reducido a imagen carece de «Ser», pero el nivel ontológico del Ser, tal y como lo concibe Heidegger, es precisamente aquello que rechaza semejante reducción. Según esta crítica, el proyecto planetario occidental de dominación técnica era consecuencia directa de la concepción presocrática griega del Ser posterior a Parménides, y que en realidad fue un «olvido» del Ser. La única solución, en la última fase de la obra de Heidegger, consistía en aguardar a que apareciera un nuevo sentido del Ser, algo tan fundamentalmente nuevo como lo había sido el sentido del Ser de Parménides dos mil quinientos años antes. Todo aquello que no derrocara (es decir, reconstruyera) la metafísica de la presencia solo podía ser un paso ulterior en el seno de un «nihilismo tecnológico» planetario.
Ahora bien, la teoría cultural posmoderna que ha arrasado en las instituciones académicas estadounidenses durante las dos últimas décadas no procede directamente de la filosofía alemana, ni se ocupa directamente del diagnóstico Nietzsche-Heidegger sobre el dominio planetario de la técnica y la metafísica de la Presencia. La corriente norteamericana es inconcebible sin el Nietzsche y el Heidegger parisinos, tal y como evolucionaron a partir de 1945, pues fue en Francia donde estos filósofos adquirieron por primera vez credenciales izquierdistas. Los dos principales mediadores de la «diferencia» nietzschiana-heideggeriana en el ámbito académico estadounidense fueron Michel Foucault y Jacques Derrida. En su obra, la «diferencia» queda radicalmente transformada; ya no se trata, como en Nietzsche, de la diferencia del aristócrata radical frente al resentimiento de las masas, ni, como en Heidegger, de la crítica de un proyecto planetario de dominación técnica, del «nihilismo tecnológico», del triunfo de la «ipseidad» en el corazón de la metafísica de la presencia. En Francia y con Foucault, la «diferencia» se convirtió en diferencias de «deseo», y con Derrida en las diferencias de «otras voces»; en los Estados Unidos, bajo atuendo pseudorradical, se convirtió en el contrapunto ideológico de la pulverización de lo social durante la era del neoliberalismo high-tech, en la compra apalancada intelectual suprema.
Dado su propio desconcierto a tantos niveles, las corrientes de izquierda hostiles a o escépticas ante la posmodernidad de inspiración francesa no saben qué hacer para combatirla. Los teóricos «raza/género/clase» parecen muy radicales, y hay poca gente con una formación marxista tradicional lo suficientemente armada filosóficamente como para combatir esas teorías de raíz (por lo demás, pocos teóricos de «raza/género/clase» saben dónde localizar dichas raíces). Más aún, cuando atacan a los posmodernos, la mayoría de variantes de la tradición marxista se hallan encadenadas a determinados supuestos que proceden de la centralidad de Francia y de la revolución francesa en la tradición revolucionaria y que comparten con ellos. La conexión francesa es el cachet internacional de los posmodernos, y ciertos supuestos, que en la actualidad se están desmoronando, acerca de la posición de Francia en la historia del capitalismo y del socialismo, todavía les dejan cierto espacio entre los escombros. De ahí que haya que considerar el reciente debate sobre la revolución francesa y el auge de la escuela revisionista francesa encabezada por François Furet como un contexto más amplio para el impacto internacional de la posmodernidad.
Las palabras y las cosas (1966), el libro que consagró a Michel Foucault como una luminaria menor en Francia, comienza con un fascinante análisis del cuadro de Velázquez, Las meninas, que en cierto modo contiene todo el proyecto foucaultiano. En dicho análisis, Foucault identifica al rey como eje de todo el juego de la representación, que es el verdadero tema del cuadro. El proyecto de toda la obra temprana de Foucault, y sobre todo de sus innovadores (pero problemáticos) estudios acerca de la medicina y la locura, consiste en identificar a la razón occidental con la perspectiva supuestamente omnisciente del rey, de la representación y del poder. Este proyecto es la fuente última de la concepción de Foucault según la cual todos los discursos «representativos» de un presunto conocimiento universal (incluido el marxismo) son en realidad discursos del poder separado. Según Foucault, cualquier aspiración a semejante «discurso» universal, e implícitamente a una clase universal que intentase unificar los distintos fragmentos de una realidad social o a los diferentes grupos oprimidos de la sociedad capitalista (sobre todo si ese discurso privilegia a la clase trabajadora), tiene que ser forzosamente un discurso del poder separado, el juego de la representación centrado en el «rey», un metarrelato de dominación. Cuando se quiere sondear la fase francesa de la posmodernidad, siempre hay que tener presente que en Francia la experiencia abrumadoramente mayoritaria del «marxismo» fue la del ultraestalinista Partido Comunista Francés (PCF), en el que Foucault militó brevemente a comienzos de la década de 1950. No obstante, la equiparación que Foucault establece entre la racionalidad y el principio monárquico, así como con el Estado absolutista francés de los siglos XVII y XVIII, el Estado que la revolución francesa derrocó (y luego reforzó), es más reveladora aún que tales datos biográficos (que, como todos los fenómenos que emanan de la intelectualidad francesa de posguerra, son harto reales en sí mismos). Para Foucault y los foucaultianos, no hay más razón que la de la «época clásica», la del despotismo ilustrado francés. El formalismo esteticista de la tradición intelectual francesa, de la que Foucault es un producto consumado, tiene sus raíces últimas en el catolicismo aristocrático galo, que alcanzó su forma acabada en el grand siècle francés, el siglo XVII, cuando se produjo el auge del Estado absolutista prototípico de Luis XIV. Foucault no podría estar más lejos de la tradición cartesiana de «claridad» que engendró dicho Estado, pero es muy significativo que para el la única racionalidad que exista sea ésa. Por supuesto, Foucault era perfectamente consciente de la existencia de la filosofía alemana y tenía una gran deuda con ella, desde Kant vía Hegel y Marx, hasta llegar a Nietzsche y Heidegger. Ahora bien, la filosofía alemana, al igual que la francesa, es el producto de otro Estado absolutista ilustrado, Prusia, y por consiguiente, es fácilmente desenmascarable como un discurso de poder más. La tradición que permanece opaca para Foucault es la inglesa, al igual que la revolución que permanece opaca para el (y para todas las partes en liza en el debate posmoderno) es la inglesa. Debido a esta ceguera, la quiebra contemporánea del estatismo desde Francia a Rusia, de la que hasta cierto punto Foucault es uno de los principales teóricos, deja teórica y políticamente desarmada al grueso de la izquierda internacional, que tiene sus propios problemas con el estatismo.
Antes de explorar esta afirmación, conviene fijarse en los puntos de coincidencia entre Foucault y el renacimiento neoliberal de la década de 1970, que a primera vista no podría estar más lejos de las inclinaciones de Foucault. Son esos puntos de coincidencia los que nos permiten ver en los posmodernos a los teóricos pseudorradicales involuntarios de la era de Reagan y Thatcher, que aportan un sabor «radical» a la atomización social de esta nueva época.
Como ya hemos señalado, la ideología de la «diferencia» comenzó con el ataque de Nietzsche y de Heidegger a las pretensiones de universalidad de la razón occidental, y sobre todo de la razón dialéctica y de su voluntad de convertir al «otro» en un momento de la «ipseidad». En Francia, a través de Foucault y Derrida, esta «deconstrucción» del sujeto unitario de la filosofía occidental (que culminó en el sujeto histórico-universal de Hegel, al que a menudo se ha considerado como un sucedáneo del sujeto proletario de Marx) desembocó en la perspectiva de una «pluralidad de discursos», de «voces múltiples» que jamás se verían mediadas en una unidad superior, entendida como ilusoria por definición. Finalmente, en los Estados Unidos, estas corrientes acabaron convirtiéndose en el barniz harto esotérico de lo que en definitiva no es sino una reafirmación radical del pluralismo norteamericano, y que no tiene de radical más que la radicalidad con la que insiste en que las personas de distintas razas, etnias y orientaciones sexuales no tienen nada importante en común unas con otras. En esta perspectiva, por oposición a la de Marx, hasta la «clase» se convierte en una simple diferencia más en lugar de en un elemento unificador cuya emancipación es el sine qua non de toda emancipación. (Cabe recordar, en contraposición, el preámbulo de los IWW, según el cual «la clase trabajadora y la clase de los patronos no tienen nada en común», y en el que la clase trabajadora lleva en su seno el germen de una unidad superior). Para Hegel y Marx, la diferencia significa CONTRADICCIÓN, y apunta a una síntesis más elevada; para los posmodernos, la diferencia es irreductible, y cualquier síntesis más elevada es solo un nuevo discurso de poder, un nuevo «metarrelato». La gran ironía es que para Heidegger, atributos como la clase social, la raza, la etnia y la orientación sexual pertenecían precisamente al reino corrompido de una «metafísica de la presencia», de las imágenes «debajo» de las cuales se descubre la autenticidad real, siempre absolutamente individual y siempre destruida por semejante «presentificación». Los teóricos actuales de la «identidad», que se apoyan en esas categorías colectivas, y a los que apenas les preocupa la individualidad, han invertido la fuente por completo, pero así es como emigran las ideas, sobre todo a los Estados Unidos.
No obstante, hay más. En los Estados Unidos no suele reconocerse que en Francia Foucault fue el precursor no solo del acontecimiento mediático de los «nuevos filósofos» (André Glucksmann, Bernard Henri-Levy, et al.) de 1977, sino también del neoliberalismo que empezó a ponerse en circulación bajo Giscard d’Estaing, que después se convirtió en un tsunami internacional durante la década de 1980 y que fue fervientemente adoptado por el gobierno «socialista» de Mitterrand. ¿Dónde está la relación?
Como antes señalé, debido al impacto internacional de la revolución francesa (que superó con mucho al de la inglesa) en la mitología de la izquierda marxista Francia siempre ha ocupado una posición central. A pesar de que entre la clase obrera francesa, a comienzos del siglo XX, existieron vigorosas corrientes anarquistas y sindicalistas revolucionarias, en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, el PCF dominante y el errático Partido Socialista, así como las principales centrales sindicales que gravitaban en torno a ambos, eran organizaciones abrumadoramente estatistas. Este estatismo no hacía sino reflejar el estatismo de la principal tradición económica francesa, el mercantilismo, que hundía sus raíces en el Antiguo Régimen anterior a 1789. Este estatismo era bastante parecido a las demás versiones del siglo XX, que proliferó en las ideologías del bienestar, socialistas, comunistas y fascistas en casi todas partes, y que también tenía sus raíces en el mercantilismo de la Europa continental de los siglos XVII y XVIII. Dado que Francia, junto con Inglaterra, Holanda y los Estados Unidos, participó en la primera oleada de revoluciones burguesas anteriores a la industrialización, siempre se dio por supuesto que Francia era una sociedad capitalista más o menos igual de madura que las demás, y que el estatismo burocrático de la izquierda francesa era una forma degenerada de un movimiento que apuntaba «más allá del capitalismo».
En realidad, en 1945 la sociedad francesa seguía siendo profundamente rural y el cincuenta por ciento de la población, que se dedicaba a la producción micro- agrícola, seguía viviendo de la tierra. Y no obstante, solo a partir de la década de 1970, cuando el campesinado francés quedó reducido a un ocho por ciento de la población, se percibió de forma generalizada que el estatismo de la izquierda francesa, igual que el estatismo de la izquierda en todas partes, no era una expresión de madurez sino de atraso, y que la cultura parisina que fascinó a los intelectuales de izquierda a lo largo y ancho del planeta tenía menos que ver con la superación del capitalismo que con la ausencia de un capitalismo plenamente desarrollado.
El estatismo francés, del que el estatismo izquierdista francés fue parte muy importante, supervisó la rápida transformación industrial del país entre 1945 y 1975. Como consecuencia Francia se convirtió en un país del tipo cuyo precursor (en el continente europeo) había sido Alemania, en el que los productores agrícolas quedaron reducidos a menos de un diez por ciento de la población. En ese momento, como en otros países situados en el mismo umbral, la burocracia estatal se convirtió en un auténtico obstáculo para el desarrollo económico ulterior. Desde mediados de la década de 1970 en adelante, eso se plasmó en una oleada de descentralización neoliberal (primero ideológica y luego programática) en el transcurso de la cual la izquierda francesa descubrió que ella estaba no menos empantanada en el estatismo que los gaullistas. El «descentramiento» del sujeto hegeliano por parte de Foucault, dirigido contra el marxismo «occidental» de las décadas de 1950 y 1960, y más allá de eso, contra el marxismo en general, acometió ideológicamente lo que Giscard y Mitterrand acometieron en la práctica: el desmantelamiento de la tradición francesa de desarrollo mercantilista.
El eslabón final lo pusieron los «nuevos filósofos», que popularizaron a Foucault mediante sus ingeniosas e insustanciales ediciones en rústica y sus happenings mediáticos. En la vanguardia de esta revolución estuvieron personajes como Glucksmann y Henri-Levy, que habían sido militantes ultraestalinistas del movimiento maoísta posterior al 68 francés. La aparición, en 1974, del Archipiélago gulag de Solzhenitzyn fue el momento de la verdad para su aparente «marxismo» anterior. Después de haber pasado toda una década glorificando al Estado totalitario más mastodóntico de la historia moderna, la China de Mao, los «nuevos filósofos» se hicieron célebres al proclamar, en el nuevo y acogedor clima neoliberal, que todos los marxistas, incluyendo a los que habían combatido al estalinismo cincuenta años antes que ellos, también eran totalitarios de necesidad. Lo que adoptaron de Foucault fue la noción de «metarrelato», la filosofía del tipo hegeliano o marxista, que pretende unificar realidades fragmentarias en síntesis universales más elevadas. En el transcurso de una década, en el mundo académico estadounidense los recelos ante los «metarrelatos» universalizantes se convirtieron en una plaga, de forma fascinantemente paralela al desmantelamiento ideológico del Estado-nodriza y la descentralización de la pobreza y de la austeridad hacia los estados federales y los municipios.
Con todo, la posmodernidad contemporánea sigue arraigada en la problemática original de Nietzsche y Heidegger, la defensa de la diferencia. Y en consecuencia, mantiene la versión de Nietzsche y Heidegger acerca del pensamiento occidental, narración que paradójicamente resulta ser de lo más eurocéntrica y que se encuentra en perfecta sintonía con la visión no menos eurocéntrica de la historia en la que se apoyaba semejante concepción de la filosofía. En efecto, Nietzsche y Heidegger fueron productos puros de los que podríamos denominar el romance griego de la filosofía alemana. Los posmodernos, pues, están presos en la trampa de presentar y «deconstruir» una versión curiosamente «occidental» de la «tradición» occidental que deja al margen de la historia un momento no-occidental fundamental: la contribución del antiguo Egipto y su elaboración posterior en Alejandría y en el Islam.
Como va quedando de manifiesto en retratos serios y recientes del eurocentrismo contemporáneo como los de Samir Amin y Martin Bernal, a partir el siglo XVIII uno de los grandes crímenes del etnocentrismo occidental fue dejar al margen de su historia al mediterráneo oriental y al mundo islámico, no solo desde las conquistas musulmanas del siglo VII, sino también durante el período anterior al surgimiento del antiguo Israel y la antigua Grecia, cuyo mejor ejemplo quizá sea la ocultación de la importancia histórica de la civilización del antiguo Egipto. Sean cuales sean sus otros defectos, el mayor mérito de los muchos volúmenes de Black Athena*, de Bernal, ha sido plantear directamente la relevancia del antiguo Egipto para la constitución de la tradición occidental.
Históricamente, la desaparición del antiguo Egipto del horizonte de los orígenes de la cultura occidental es un fenómeno relativamente reciente, que apenas tiene dos siglos de antigüedad. Como han señalado Bernal y otros, los antiguos griegos reconocieron abiertamente a Egipto (cuya civilización precedió a la suya en más de dos milenios) como una de las fuentes principales de su universo. La estancia en Egipto y el éxodo de la tierra de los faraones fue uno de los momentos fundadores de la cultura del otro polo del origen de Occidente, el antiguo Israel. Las provincias egipcias del Imperio Romano centradas en torno a Alejandría engendraron el último movimiento filosófico de importancia de la Antigüedad, el neoplatonismo, del que proceden directamente la dialéctica hegeliana y marxista. Más aún, el neoplatonismo alejandrino se desarrolló a partir de un fermento internacional en el que toda suerte de filosofías y de religiones mistéricas del Próximo Oriente, así como el budismo, se mezclaron con los restos moribundos del clasicismo grecorromano, lo que marcó de forma decisiva la historia primitiva del cristianismo. Las conquistas musulmanas del siglo VII se apropiaron de este legado alejandrino y le dieron forma propia en torno al siglo XI, hasta convertirlo en la cima de la civilización árabe y persa que asociamos con el esplendor urbano de Bagdad, Damasco y Córdoba. Durante ese mismo período, los caballeros de la corte de Carlomagno se esforzaban valerosamente en aprender a escribir sus propios nombres. Cuando, en los siglos XII y XIII, las obras de Avicena, Averroes, al-Ghazali y al-Farabi se tradujeron al latín, el legado cultural de la Antigüedad, si bien profundamente transformado por sus etapas alejandrina y musulmana, pasó al entonces empobrecido «Occidente» (Los multiculturalistas contemporáneos nunca nos cuentan que la civilización «oriental» islámica también reivindica su descendencia tanto de fuentes judías como griegas, y que, por consiguiente, estos legados «logocéntricos» no pertenecen exclusivamente a «Occidente», como tampoco nos cuentan que el Islam difundió el conocimiento de Platón y Aristóteles desde Marruecos a Malasia).
Cuando, en el siglo XV, estas raíces árabes y persas contribuyeron poderosamente al Renacimiento, el antiguo Egipto volvió a ser venerado a través de los escritos del llamado «Hermes Trismegistus», como fuente última de la sabiduría neoplatónica, aunque en una forma más mistificada de lo que había sido el caso entre los antiguos griegos. Por último, en la fase del despotismo ilustrado de los siglos XVII y XVIII, la «sabiduría egipcia», de origen alejandrino en última instancia, estuvo hondamente vinculada a las ideologías de las sociedades secretas y las sectas radicales de la clase media, como los rosacruces y los francmasones, que desempeñaron un importante papel en la revolución francesa.
(Debería tenerse en cuenta que antes de que en 1822 se descifraran los jeroglíficos egipcios, la mayor parte de la egiptofilia occidental era de naturaleza desorbitadamente especulativa. En el marco de este debate lo que importa es la continuidad del mito de Egipto, al margen de cuál fuera su realidad efectiva, y el hecho de que la tradición «occidental» no tenía ningún problema en reconocerla.) Supone la mayor de las ironías que desde el siglo XII hasta principios del XIX prácticamente todas las figuras destacadas del «canon occidental» defendidas por los eurocentristas actuales, desde los trovadores franceses hasta Dante, pasando por los neoplatónicos florentinos Pico y Ficino, Rabelais, Shakespeare, Cervantes, Spencer, Milton, Leibniz, Spinoza, Goethe y Hegel (por ceñirnos solo a corrientes filosóficas y literarias) estuvieron hondamente influidas por esta «sabiduría egipcia» o legado «alejandrino», ya fuera en su forma neoplatónica, hermética o mística judía (Cabalística), y lo reconocían de forma más o menos abierta. De hecho, a los eurocentristas les resultaría muy difícil mencionar a una sola figura destacada anterior a la Ilustración que NO estuviese influenciada por dichas corrientes. A partir de 1800, estas tradiciones pasaron a formar parte del legado del romanticismo y más tarde del de la vanguardia bohemia, donde siguieron ejerciendo su influencia por lo menos hasta el surrealismo. No obstante, pese a la tendencia de los helenófilos occidentales, cada vez más marcada a lo largo del siglo XIX, a considerar a la Grecia antigua como un fenómeno sui generis, herméticamente aislado de influencias semíticas y africanas (egipcias), personajes de la talla nada menos que Melville, Hawthorne y Poe (por citar solo ejemplos estadounidenses) seguían siendo portadores de las huellas de sucesivos «renacimientos egipcios».
Sin embargo, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, la tradición «egipcia» comenzó a quedar eclipsada por un desplazamiento ideológico, el del romance angloalemán con la antigua Grecia, que en Alemania llegó a su apoteosis a partir de 1760. Las causas de este desplazamiento son complejas y no podemos abordarlas aquí. A partir de 1798, la irrupción anglofrancesa en el Mediterráneo oriental convirtió la «cuestión oriental» (es decir, la disputa en torno al cadáver del agonizante imperio otomano) en una cuestión fundamental de la política exterior europea hasta 1918, e influyó sin duda en la voluntad de Occidente de marginar el legado milenario del Próximo Oriente de una nueva visión de la historia que retrataba a la antigua Atenas como si esta hubiera surgido de una forma totalmente aislada de su entorno histórico. Sin duda alguna, Bernal tiene razón al considerar que en esta transformación obraron como factores un nuevo antisemitismo y el racismo, pero también hubo otros. La fase final de la tradición «egipcia» en el seno de la corriente dominante de la cultura europea fue la del despotismo ilustrado, que fue destruido o fue profundamente reformado durante la era de la revolución francesa y las guerras napoleónicas. Cuando el Estado absolutista que contribuyó a la Ilustración saltó hecho pedazos, la racionalidad laica pudo separarse de la antigua mística «egipcia». En efecto, la cosmovisión ilustrada militante no tenía necesidad alguna del oscurantismo aparente del ritual francmasón y sí muchos motivos para prescindir de el. Este decantamiento de la racionalidad ilustrada respecto de su marco institucional prerrevolucionario relegó a la tradición «egipcia» a los márgenes románticos y bohemios de la nueva sociedad burguesa en ascenso.
El nuevo romance angloalemán (sobre todo alemán) con la Grecia antigua suponía ya una ruptura con las visiones anteriores de la Antigüedad grecorromana, tal y como evolucionaron del Renacimiento en adelante. La resurrección de la Antigüedad durante el siglo XV fue ante todo una resurrección de la cultura cívica romana, y los modelos literarios e históricos de la Italia del siglo XV fueron ante todo modelos de virtudes cívicas y de retórica civil. La resurrección filosófica de Platón, como he señalado antes, tuvo lugar a través de fuentes árabes y bizantinas, y apareció envuelta en los ropajes de la religión mistérica egipcia, que solo más tarde se supo que nada tenía que ver con el antiguo Egipto. Cuando el auge del absolutismo ilustrado basado en el modelo de la Francia de Luis XIV afianzó una hegemonía cultural que abarcaba desde París a San Petersburgo pasando por Santo Domingo y Río de Janeiro, la pauta última de esa cultura volvió a ser latina y romana. Antes del siglo XVIII (cuando el latín estaba mucho más difundido que el griego) el legado de la antigua Grecia siempre se filtró a través de vestimentas romanas: lo que se recordaba eran el imperio, el Estado, la ley y las virtudes cívicas, no la dimensión comunitaria de la polis ateniense y la ciudad-Estado griega. Correspondió a una Alemania dividida y fragmentada, en la que la unificación nacional seguía siendo un sueño lejano, encabezar la revuelta cultural contra la modalidad imperial de la civilización latino-romano-gala del absolutismo ilustrado. Esta revuelta, y el romance griego que suscitó, están asociados a figuras como Herder, Winckelmann, Goethe y más tarde, Hölderlin y Hegel; el racismo y el imperialismo no bastan para explicarla, aunque sí fue la helenofilia germana la que enterró la tradición «egipcia» y la sustrajo a la memoria histórica de los orígenes de Occidente. En Inglaterra se produjo una evolución similar a raíz de la participación del romanticismo inglés en la guerra de independencia griega en 1823 (y por consiguiente, una vez más en relación con la «cuestión oriental»), pero el impacto cultural internacional de individuos como Keats, Shelley y Byron no fue en modo alguno comparable al de los helenófilos alemanes, precursores directos, entre otros, de otro helenófilo: Karl Marx.
La desaparición del antiguo Egipto, o del mito del antiguo Egipto, del horizonte de los orígenes culturales de Occidente, donde ocupó un lugar preponderante hasta finales del siglo XVIII, fue la condición sine qua non para la constitución de una perspectiva «modernista» de la historia europea que el grueso de la izquierda occidental, por desgracia y hasta hace muy poco, aceptó acríticamente, y que hizo que dicha izquierda fuese proclive a los cantos de sirena de la posmodernidad. Este punto de vista seguía la pista de una cierta historia occidental desde Atenas hasta llegar a la Florencia renacentista, y de ahí al Londres y al París ilustrados, hasta culminar en la alta cultura burguesa occidental que llegó a su fin con las muertes sucesivas de Beethoven, Goethe y Hegel en torno a 1830. Fue una historia escrita con vistas al progreso de cierto tipo de racionalidad clásica y que reconocía vagamente a los profetas hebreos como precursores lejanos (debido a su papel de desmitificadores). Para semejante visión de la historia occidental, muy marcada por la perspectiva francesa de la Ilustración y por la revolución francesa, y muy crítica con la religión desde un punto de vista positivista, en los dos milenios transcurridos entre la Atenas de Sócrates y la Florencia de los Médicis no ocurrió gran cosa. De acuerdo con semejante visión de la historia, y dada su dimensión religiosa, los momentos alejandrinos e islámicos antes esbozados no existieron a efectos prácticos, salvo quizá como correas de transmisión, y desde luego no como fuerzas conformadoras por derecho propio. Este fue el legado del romance angloalemán con la antigua Grecia, la cosmovisión en la que, antes, durante y después de la Antigüedad grecorromana, el Próximo Oriente desapareció de la historia de Occidente. En tanto parte del aislamiento general de la antigua Atenas de su entorno mediterráneo oriental, antes y después de su época dorada, la desaparición de Alejandría y del Islam era inseparable de la desaparición del antiguo Egipto.
Esa es la verdadera perspectiva eurocéntrica. ¿Y qué nos dicen al respecto los presuntos radicales multiculturalistas posmodernos? ¡Nada! ¿Y por qué? Porque a través de Nietzsche y Heidegger, Foucault y Derrida, ELLOS se tragaron de cabo a rabo el romance helenófilo, del que se limitaron a cambiar los signos de positividad y negatividad. Prescinden de las fuentes árabes y persas del Renacimiento, y enturbian así la mediación alejandrina y musulmana, así como la evolución ulterior del legado griego. Más aún, están de acuerdo con los eurocentristas en general en que la cultura «occidental», como todas las culturas, es un fenómeno autosuficiente y autónomo. ¿Acaso nos cuentan que la poesía provenzal francesa, a partir de la cual se originó la literatura occidental moderna, estuvo inmensamente influida por la poesía árabe y en particular por la poesía erótica y mística de la España islámica? ¿Nos cuentan que Dante estaba empapado de la obra del sufí andaluz Ibn Arabi? ¿Que algunos de los escritores españoles más grandes del Siglo de Oro, como san Juan de la Cruz y Cervantes, se inspiraron ampliamente en fuentes islámicas y judías? ¿Nos hablan de los herejes franciscanos que en el México del siglo XVI intentaron construir una utopía comunista cristiana junto a los indios, desafiando a un catolicismo europeo irremediablemente corrompido? ¿Nos hablan sobre la creencia en las fuentes egipcias de la civilización occidental, que predominó desde los tiempos de los antiguos griegos, pasando por la Academia florentina hasta llegar a los francmasones del siglo XVIII? En absoluto; no nos cuentan nada de eso, porque semejante fecundación cruzada entre civilizaciones pondría en entredicho el supuesto relativista según el cual las culturas se enfrentan unas a otras como otros tantos «textos» herméticamente cerrados e inevitablemente deformantes. ¡Son tantos los «varones europeos blancos muertos» que tienen enormes deudas con varones —y en el caso de la poesía árabe, con hembras— de color muertos! Los posmodernos están tan ocupados en desenmascarar el «canon» como una letanía de racismo, sexismo e imperialismo que ellos, al igual que los eurocentristas declarados, no logran darse cuenta de que algunas de las obras cumbre de ese canon tienen raíces en algunas de esas mismas culturas que supuestamente «obliteran».
El ubicuo libro de Edward Said, Orientalismo*, fue el que prácticamente inauguró el género. Said nos cuenta cómo las visiones occidentales del mundo mediterráneo oriental, sobre todo a partir del auge de la rivalidad imperialista moderna (la llamada «cuestión oriental») fueron un metarrelato deformante y que en definitiva no podían ser otra cosa. (En su análisis de Dante, por ejemplo, no menciona en ningún momento a Ibn Arabi.) Ahora bien, Said no nos cuenta absolutamente nada acerca del «discurso» occidental sobre Oriente cuando el equilibrio de fuerzas era exactamente el contrario, a saber, entre los siglos VIII y XIII, cuando la civilización islámica descollaba sobre Occidente tanto cultural como militarmente. Como lo expresó cierto autor:
Si los esquimales se convirtieran de repente en los artistas y académicos de vanguardia del mundo, si las fábricas de Groenlandia produjeran más que las de Japón, y si unos invasores del polo norte conquistaran los Estados Unidos y la Unión Soviética, difícilmente quedaríamos más atónitos que los musulmanes hace doscientos años, cuando de repente cayeron bajo el dominio de Europa Occidental. [D. Pipes, In the Path of God, pág. 97]
Siglos de hegemonía árabe y luego otomana en el Mediterráneo, y una capacidad muy real de amenazar militarmente el corazón de Europa, que solo remitió a finales del siglo XVII, habían cegado a los musulmanes ante el auge de la potencia mundial que se encontraba al norte, cientos de años después de haber perdido su supremacía real.
Said, por supuesto, no escribe acerca del «occidentalismo» o de un «discurso» musulmán sobre Occidente, y no se le puede criticar por no aportar ejemplos como la declaración del árabe Ibn Sa’id, que a mediados del siglo XI describió a los francos como sigue:
Se asemejan más a los animales que a los hombres… El aire frío y los cielos nublados [hacen que] sus temperamentos sean gélidos y sus humores sean toscos; sus cuerpos se alargan, su tez es pálida y tienen el cabello demasiado largo. Les falta perspicacia y agudeza mental; están dominados por la ignorancia y la estupidez, y la ceguera en lo que a los fines se refiere está muy difundida. [Ibíd. pág. 81]
Lo importante no es multiplicar citas que demuestren el aserto banal de que en su apogeo, el mundo musulmán fue tan etnocéntrico como el europeo en la cima del suyo, sino más bien que durante los períodos de supremacía islámica, los musulmanes consideraban a los habitantes del Occidente cristiano como los bárbaros ocupantes de un páramo que les interesaba tan poco como los habitantes de rostros pintados de azul de las islas británicas interesaron a la elite cultural romana durante el siglo II d. C.
No obstante, sí podemos criticar a Said por no hablarnos más acerca del «orientalismo» de Occidente durante el período que transcurre entre los siglos VIII y XIII, cuando la superioridad cultural del mundo islámico con respecto a Europa era una realidad, y además una realidad reconocida. No nos habla del arzobispo de Zaragoza, que en el siglo IX deploraba la decadencia de la juventud cristiana de su época y su encandilamiento con la brillante cultura árabe que emanaba del sur de España y atraía las miradas de toda Europa.
Son incapaces de escribir una frase correctamente en latín pero superan a los musulmanes en lo tocante al conocimiento detallado de las cuestiones gramaticales y retóricas más sutiles del árabe. Las sagradas escrituras y los escritos de los padres de la Iglesia se quedan sin leer, pero se apresuran a leer y traducir el último manuscrito salido de Córdoba.
Said y los demás analistas del «discurso» occidental no suelen debatir muy a menudo sobre estas realidades, porque harían tambalearse uno de sus postulados más sacrosantos, implícito o explícito: el de un relativismo cultural absoluto. Detestan tener que reconocer que en el contexto de la historia universal y en según qué épocas, algunas culturas son más dinámicas y, por tanto, son superiores a otras y, por consiguiente, que la cultura árabe de la España musulmana del siglo XI descollaba sobre la cultura de Zaragoza o de París. Reconocerlo daría paso al reconocimiento de la idea inadmisible y nada relativista de que en el siglo XVII la situación se había invertido, y que la supremacía y la superioridad histórico-mundial habían pasado a Occidente. Y no obstante, basta con fijarse en el rumbo que siguieron las traducciones para percatarse del cambio, tal y como lo entendían ambas partes. Del siglo XI hasta el XIII, miles de obras de filosofía, ciencia, matemática y poesía árabes se tradujeron al latín y se leyeron con avidez en toda Europa. Tras la invasión francesa de Egipto en 1798 (el acontecimiento que, mucho después de que Occidente hubiese sentado las bases de su hegemonía mundial, abrió los ojos al mundo musulmán acerca de la nueva situación), se inició una avalancha de traducciones del francés al árabe que continuó durante todo el siglo XIX.
La obra en varios volúmenes de Donald Lach, Asia in the Making of Europe, comienza como sigue:
A menudo se ha reconocido que la pólvora, la imprenta y el compás fueron fundamentales para la supremacía de Europa. No suele reconocerse tan a menudo que ninguno de esos inventos es europeo.
Esa realidad no la reconocen ni los eurocentristas ni los relativistas del multiculturalismo contemporáneo. Hacerlo, una vez más, supondría reconocer la existencia de un proceso histórico-mundial que va más allá de cualquier cultura aislada, así como un dinamismo en el marco de la historia universal en el que existen el sincretismo intercultural y el PROGRESO.
Echar una mirada seria a la historia universal anterior a la supremacía occidental también socavaría otro dogma muy querido por el relativismo multicultural, a saber, que la hegemonía global de la cultura occidental en la historia moderna se apoya exclusivamente en la fuerza militar. Ahora bien, la historia ha mostrado en repetidas ocasiones que a la conquista militar suele seguirle la conquista cultural del conquistador, y que la hegemonía cultural se ha movido con frecuencia en el sentido OPUESTO al de la superioridad militar. Las repetidas invasiones mogolas y turcas de China y de Oriente Medio hasta el siglo XV, tan devastadoras para las civilizaciones china y musulmana (y que desempeñaron un papel considerable en la vulnerabilidad posterior de esas mismas civilizaciones ante Occidente) condujeron invariablemente, al cabo de un par de generaciones, a la integración de los mogoles y los turcos en las civilizaciones que habían invadido. De forma semejante, las invasiones almorávide y almohade de la España musulmana desde el norte de África en los siglos XI y XII, condujeron a la integración de los invasores en la refinada cultura urbana que habían conquistado; es más, el gran historiador árabe Ibn Khaldun construyó toda su teoría de la historia universal sobre este ciclo de conquista nómada y posterior asimilación de los conquistadores.
Considerada desde la perspectiva de la historia universal, la convergencia más bien singular de la supremacía militar y de la hegemonía cultural en Occidente, del siglo XVI al XIX, es una «diferencia» sobre la que los multiculturalistas deberían contarnos más. Para ello lo único que les falta, al igual que a sus homólogos los eurocentristas, es tener la menor noción de historia universal y conocimientos al respecto.
Echar una mirada a la historia universal en el contexto contemporáneo también conduciría a los multiculturalistas a la cuestión de la actual supremacía económica y tecnológica del Japón, la cual, cabe suponer, podría plantear algunas dificultades a su asalto contra la ideología de los «varones blancos europeos muertos» como ideología dominante de nuestro tiempo. El hecho indiscutible de que durante las tres últimas décadas la región capitalista más dinámica del planeta haya estado en Asia no les perturba en modo alguno, ya que, entre otras cosas, aquellas cuestiones de economía y tecnología que no se pueden vincular con diferencias culturales les aburren. El programa implícito, si no explícito, de los multiculturalistas consiste en presentar los valores asociados con la acumulación capitalista intensiva como algo propio de «varones blancos», de modo que pueblos «no-blancos» como los japoneses y coreanos, que actualmente encarnan dichos valores con mayor fervor que la mayoría de «blancos», pierden de algún modo su «diferencia», y sin duda su interés. A los ejecutivos y equipos de I+D de las empresas asiáticas que en la actualidad están arrasando la industria norteamericana y europea con sus productos de tecnología punta sin duda les sorprendería enterarse de que sus valores son «blancos» (en otros tiempos la asociación de atributos culturales con el color de la piel se llamaba… racismo.) Los multiculturalistas documentan con todo lujo de detalles las luchas de las mujeres andinas o eritreas contra el imperialismo y la opresión de género, pero pasan por alto y silencian las sucesivas oleadas huelguísticas de los obreros coreanos, uno de los movimientos más importantes de la última década. Por lo visto, cuando un país del Tercer Mundo se industrializa, deja de ser «diferente».
En relación con esto y para concluir, hay que tener presentes las «condiciones materiales» en las que el multiculturalismo posmoderno ha venido a ocupar el centro del escenario. Apenas resulta exagerado decir, como antes indiqué, que este surgió a partir del colapso del modelo de acumulación basado en la cadena de montaje en
Occidente, modelo del que el automóvil fue el símbolo por excelencia en la producción y en el consumo. La visión de la «modernidad» que hemos analizado aquí tenía por teleología implícita o explícita la transformación del planeta en un universo de obreros de la producción en masa, transformación a la que Francia, lugar donde surgió esa teoría, se vio sometida a partir de 1945 como pocos otros países. El final de este modelo de acumulación durante la crisis económica mundial posterior a 1973 acabó con el clima en que cabía suponer que diversos «arcaísmos» estaban al borde de la extinción. Al decir esto no pretendemos ofrecer un análisis estrechamente economicista de las actuales ideologías de la identidad multicultural ni insinuar que hubo algo fundamentalmente saludable en el modelo de acumulación de 1945-1973, ni tampoco que las antiguas nociones de modernidad y de racionalidad que en el fondo comparten el capitalismo occidental, el bloque del Este y los regímenes desarrollistas del Tercer Mundo podrían ser restablecidas por una nueva expansión basada en un nuevo modelo de acumulación.
* Ed. cast: Atenea negra: las raíces afroasiáticas de la civilización clásica, Editorial Crítica, 1993, trad. Teófilo de Lozoya Elzdurdía
* Ed. cast: Orientalismo, Editorial Debate, 2002, trad. María Luisa Fuentes.