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UNA BREVE HISTORIA DEL MOVIMIENTO OBRERO MUNDIAL DESDE LASSALLE AL NEOLIBERALISMO:
LA HEGEMONÍA DEFORMANTE DE LAS CLASES MEDIAS IMPRODUCTIVAS
(1988)
Loren Goldner

Nota introductoria, agosto de 2000

El siguiente ensayo es una especie de «experimento intelectual» que trata de seguir la trayectoria y calibrar el impacto del «hombre de la negación», teorizado en última instancia por Hegel bajo la forma del «monarca prusiano» que «trabaja universalmente» en la esfera del Estado (y por consiguiente en las esferas del arte, la filosofía y la religión), pero cuya «labor» no transforma la naturaleza, y que no participa de lo que en las Tesis sobre Feuerbach se denomina «actividad sensorial humana práctica». Para esta figura la naturaleza era y es, como la consideraba Hegel, el dominio de la mera repetición y por tanto, es «aburrida». El burócrata del Estado prusiano de Hegel, que «trabaja universalmente», es la definición más acabada del tipo social que en última instancia dominó una era (1875-1975) en el seno de la «izquierda», frente a la «la rica individualidad que es multilateral en su producción y en su consumo, y cuyo trabajo ya no aparece como tal, sino como el pleno desarrollo de la actividad en sí misma, en la cual ha desaparecido la necesidad natural en su forma directa; porque una necesidad creada históricamente ha ocupado el lugar de la natural» (como dijo Marx en los Grundrisse). Esta figura, simbolizada en última instancia por Ferdinand Lassalle, solo pudo prosperar en una época dominada por la clase de materialismo que Marx atacó en las Tesis sobre Feuerbach: el materialismo que arranca de la Antigüedad y llega hasta Feuerbach, que no contiene «el lado activo desarrollado por el idealismo» y que no «concibe la propia actividad humana como una actividad objetiva», y que ha perdurado mucho más allá de la época de Marx. La era internacional del funcionario estatal en la izquierda delimita la era de la centralidad, primero de la socialdemocracia alemana (Lassalle), y sobre todo, de la revolución rusa y la centralidad de la «cuestión rusa» para la autodefinición internacional de la izquierda. Hoy en día podemos captar el verdadero significado de la «línea de continuidad» de esta figura de 1789 a 1848 y de 1917 a 1975, que reside en la evolución del mercantilismo, no de la revolución socialista. La línea de continuidad va de Saint-Just a Fichte, y de Nechaiev y Tchachev a Stalin, Mao, Ho y Pol Pot.

Pero en tanto la revolución no se haga realidad, en tanto el proletariado no se haya apropiado de los instrumentos del trabajo social, este implacable proceso de desarrollo crea en la práctica una nueva clase de pequeños burgueses diametralmente opuestos al campesino y del pequeño capitalista, del mismo modo que el liberal moderno partidario del control estatal se opone diametralmente al antiguo liberal individualista. Esta clase está formada sobre todo por los administradores de la nueva estructura económica socializada, que no puede existir en su forma capitalista sin ellos.

[…] Al margen de su origen social y de sus motivaciones subjetivas, el hecho fundamental sigue siendo que el estalinismo encuentra a esta capa de dirigentes obreros en todo el mundo: en China, en Corea, en España, en Brasil, en todas partes. Intelectuales, dirigentes sindicales, obreros que se sublevan: la casta crece, cambia de composición, pero subsiste como entidad. Se enfrenta a la muerte, soporta la tortura, suscita energías, ingenio y devoción, forja una tradición, la mantiene, la desarrolla, y comete los peores crímenes con una osadía y una confianza que solo puede surgir de hombres convencidos de su misión histórica. (Ibíd.)

[…] Al reflexionar sobre los escritos de Trotsky, veo la interminable cadena de secuencias de causa y efecto. Sucedió esto, después lo otro, luego la burocracia estalinista hizo esto y entonces… así avanza la interminable serie de explicaciones, fascinante, brillante, llena de perspicacia e inspiración, solo para estrellarse al final contra sus catastróficos y garrafales errores… Por nuestra parte, nosotros, que demostramos que la causa estalinista solo pudo crear ese poderoso efecto mundial porque suscitó fuerzas de clase inherentes a la sociedad capitalista y hostiles al proletariado en esta etapa de desarrollo, restituimos a la lucha proletaria los fundamentos sociales de la lucha de clases histórica. Ponemos punto final a la teoría desmoralizadora y en realidad autodestructiva de que todo habría salido bien de no ser por la corrupción estalinista. (Ibíd.)

C. L. R. James, Notes on Dialectics (1948)

La etapa anglofrancesa: antes de la derrota de la Comuna

El movimiento obrero clásico corresponde al movimiento internacional de la clase trabajadora que surgió por primera vez en Inglaterra y Francia durante las últimas décadas del siglo XVIII, a menudo con formas de lucha difíciles de distinguir de las de los artesanos y los pobres rurales y urbanos. Tras la constitución de los sindicatos de masas y los partidos políticos obreros en el mundo occidental durante la segunda mitad del siglo XIX, fue de éxito en éxito. Llegó a su culminación durante la época de su hegemonía internacional, aparentemente imparable, entre 1890 y 1920 aproximadamente, cuando muchos observadores, simpatizantes u hostiles, consideraban inevitable su triunfo. El movimiento obrero clásico llegó a su fin con el período de reconstrucción posterior a la Segunda Guerra Mundial, y la encarnación de su legado histórico vencido en el «socialismo realmente existente» de los Estados del bloque oriental derrotado y los Estados de bienestar occidentales inspirados por su paradigma supremo: la socialdemocracia.

Por lo dicho más arriba debería ser obvio que la expresión «movimiento obrero clásico» no incluye de ningún modo a esa clase trabajadora asalariada cuyas filas siguieron engrosándose en todo el globo después de la Segunda Guerra Mundial y cuyo asombroso resurgir durante la oleada mundial de huelgas y luchas que se produjo entre los años 1968 y 1973 enterró la ideología de posguerra de la «integración de la clase obrera». Los maltrechos restos del movimiento obrero clásico han sobrevivido hasta el día de hoy bajo la forma del movimiento sindical en decadencia y de los partidos políticos obreros que ocuparon el centro del escenario a finales del siglo XIX y comienzos del XX en todo el mundo occidental. Si hablamos de una fase «clásica» del movimiento obrero, es para ligar cierta concepción del mismo a un período histórico concreto que discurre aproximadamente entre 1840 y 1945. Y la realidad que subyace a esta definición es que cuando las luchas obreras se reanudaron durante el período 1968-1973, en general las expresiones organizativas del movimiento obrero clásico movilizaron sus fuerzas contra las acciones radicales de la clase obrera. Tales divergencias ya se habían producido históricamente en muchas ocasiones, pero solo exiguas minorías situadas en los márgenes del movimiento las habían considerado «sistémicas». Hoy, sin embargo, es indispensable formular una teoría del movimiento obrero clásico para mostrar su alcance y sus límites. (Solo en el contexto de una definición internacional del movimiento obrero pueden apreciarse sus particularidades nacionales, a menudo divergentes).

Este movimiento se difundió por el mundo occidental al mismo tiempo que la industria y las relaciones sociales capitalistas, y se convirtió (sobre todo en la Europa occidental de mediados del siglo XX) en portador de una concepción que apuntaba a la superación de las relaciones sociales capitalistas: el socialismo o comunismo. Como tal, surgió de la fragmentación del «tercer estado» europeo, del movimiento liberal contra el Antiguo Régimen. La separación del movimiento obrero del liberalismo europeo, la aparición (hacia finales de la década de 1830 en Gran Bretaña), del socialismo ricardiano y de la noción de un «Estado obrero», estuvo jalonada por las fases radicales de la revolución francesa, por la revolución de julio de 1830 y, por último, por las jornadas de junio de 1848 en París.

Este último acontecimiento, más que cualquier otro, engendró el «espectro que recorre Europa» invocado en el Manifiesto comunista un año antes por Marx y Engels. El espectro de la revolución también se había hecho sentir durante los años 1832-1834 en Inglaterra, y en 1848, justo antes que se alzaran los obreros de París, el cartismo había culminado en una cuasi-confrontación con el capitalismo inglés. Esta última movilización fue el punto culminante del cartismo, y durante la década de 1860, Marx y Engels ya estaban analizando los indicios de aburguesamiento de un estrato de la clase obrera inglesa. Los acontecimientos de 1848 en París, que coronaron el proceso iniciado con la revolución francesa, convirtieron a Francia, no a Inglaterra, en el epicentro de la aparición de un movimiento obrero político durante el siglo XIX. El papel central desempeñado por Francia concluyó con el aplastamiento de la Comuna de París en 1871, y a partir de entonces el liderazgo del movimiento pasó a su paradigma supremo, el partido socialdemócrata alemán (SPD) y su brazo sindical. Algún tiempo después Kautsky escribió que el movimiento obrero clásico había tomado su economía política de Inglaterra, su teoría política de Francia y su filosofía de Alemania, aunque esta ya era una ideología contraria a la fórmula de Marx y Engels (en el Manifiesto comunista) según la cual el comunismo no era sino «el movimiento real que se desarrolla ante nuestros ojos», y no la invención de tal o cual reformador del mundo.

El corredor ruso-polaco

Considerada desde este punto de vista, la historia del movimiento obrero clásico se convierte en la historia del desplazamiento de su epicentro hacia el Este, pues no es un secreto para nadie que poco después de que Kautsky acuñara la fórmula antes citada, en 1905, el epicentro de la revolución obrera pasó de Alemania a Rusia o, mejor dicho, al corredor germano-ruso-polaco (encarnado en figuras como Rosa Luxemburgo, que se encontraba a sus anchas en esos tres mundos), y de forma aún más dramática en 1917. La historia del movimiento obrero clásico es una historia de continuidad y de discontinuidad radical, y tanto durante el paso de la hegemonía francesa a la alemana a partir de 1871 como durante el paso de la hegemonía alemana a la rusa a partir de 1917, los innovadores siempre fueron teóricos. Basta con pensar (sin necesidad de ser «leninista», «trotskista» o «bordiguista») en los ejemplos de Lenin, Trostsky y Bordiga, que desde la perspectiva del paradigma hasta entonces dominante aparecen como herejes.

«El momento culminante en el que la historia no culminó»: así fue cómo describió C. L. R. James el impacto internacional de la revolución rusa de 1917. Antes de esa fecha, los revolucionarios rusos eran personajes poco conocidos, situados en los márgenes del movimiento internacional, cuyas titánicas luchas de fracciones en los ambientes enrarecidos del exilio solían ser incomprensibles para las eminencias grises del movimiento socialista centroeuropeo que se esforzaban por mediar en ellas. Antes de 1917, la teoría de la revolución permanente de Trotsky (que se apropiaba así de una fórmula semejante de Marx referida a la Alemania de 1848), que atribuía a la clase obrera el papel dirigente en el inminente derrocamiento del zarismo, no la compartía prácticamente nadie, incluso en el seno del movimiento ruso. La práctica totalidad de los demás revolucionarios rusos (Lenin incluido) seguía atrapada en una teoría lineal y etapista de la historia, heredada de los cánones de la Segunda Internacional formulados por el SPD alemán. Solo los acontecimientos de 1917 en Rusia forzaron a Lenin a romper con su propio pasado ortodoxo y a hacer suya una versión de la teoría de Trotsky en torno a la que ambos hicieron formar al partido bolchevique a tiempo para protagonizar la revolución de octubre. Hasta un observador simpatizante como Antonio Gramsci dijo que la revolución rusa había sido «una revolución contra El capital», fórmula con la que los adversarios de los bolcheviques, los mencheviques en Rusia y los socialdemócratas en el extranjero, se apresuraron a mostrar su acuerdo. Una revolución proletaria en un país en el que quizá estaba empleada en la industria un quince por ciento de la población parecía (al margen de la estrategia de la «revolución permanente») un absurdo voluntarista.

Es fundamental seguir el hilo «mundial» del movimiento internacional, sobre todo en relación con sus expresiones más avanzadas, porque esa historia engendró las categorías con las que, hasta hace muy poco, la mayor parte de la gente analizaba su trayectoria, y esas categorías han impregnado nuestro pensamiento hasta el día de

hoy. Si la izquierda revolucionaria occidental está sumida en una crisis manifiesta, se debe en parte a la evidente ruina del viejo paradigma teórico y a la ausencia de uno nuevo que permita comprender tanto el presente como el futuro, lo que a su vez presupone necesariamente la reinterpretación del pasado.

Tal y como la entendían los bolcheviques, la revolución rusa jamás se concibió (frente a la especie que circula en determinados círculos libertarios y de ultraizquierda) como una revolución que tuviera por objeto la construcción de la grotesco y posterior invención de Stalin: «el socialismo en un solo país». Fue más bien una primera cabeza de puente inesperada de la revolución mundial que se esperaba al término de la Primera Guerra Mundial. Durante el annus mirabilis de 1919, la realización de dicha revolución parecía muy próxima en Alemania, Austria, Italia, Hungría e incluso por un momento, en Inglaterra (enero de 1919), y le siguió una gran oleada huelguística en Francia y el estallido de huelgas en todos los continentes, incluida la extensa esfera colonial. Como sabía todo el mundo en aquel entonces, el centro de la estrategia bolchevique era Alemania, donde existían las avanzadas condiciones materiales capaces de facilitar la transición capaz de sacar a Rusia de su atraso. Sin embargo, entre 1918 y 1921 la revolución alemana fue derrotada mediante un proceso accidentado e implacable de represión y recuperación (cuyo colofón se produjo en 1923). La revolución rusa quedó aislada, y solo se expulsó al último cuerpo expedicionario extranjero (en el que participaron tropas estadounidenses) en 1921. La historia no había llegado a su culminación y las consecuencias inmediatas de la derrota habrían de prolongarse al menos hasta mediados de la década de 1970.

Durante los primeros años posteriores a 1917, los bolcheviques rusos y sus aliados en el movimiento internacional (comprendidos ahí quienes acabaron por oponérseles desde la izquierda: hasta 1921 el KAPD, por ejemplo, siguió dinamitando trenes de municiones que transportaban armas destinadas a los ejércitos blancos) siguieron considerando a la revolución rusa como la escaramuza inicial y poco menos que accidental de un proceso global centrado en Alemania. Ahora bien, tan idílicos tiempos no podían durar y la aparición en 1924 de la teoría del «socialismo en un solo país» de Stalin (como definición mínima de la derrota final del impulso internacionalista de la revolución) alteró radicalmente la dinámica interna de la considerable facción del movimiento obrero internacional que se había inclinado a

favor del joven Estado soviético. A través de un proceso histórico bastante bien documentado tanto en Rusia como en los partidos hermanos de la Internacional Comunista, esta última no tardó en convertirse en un instrumento de la política exterior soviética y en subordinar a las fracciones radicales de Occidente y a los movimientos nacionalistas del mundo colonial al equilibrio de fuerzas políticas en el seno del partido y de las sociedad rusas, así como a la correspondiente estrategia internacional de dichas fuerzas. En consecuencia y durante toda una era la mayor parte del ala radical del movimiento obrero clásico aprendió a «hablar ruso».

En la revolución rusa y sus implicaciones internacionales para el movimiento obrero hubo más de una novedad histórica. El simple hecho de que un partido político que tenía sus raíces en la Segunda Internacional y que se consideraba marxista estuviera a la cabeza de un Estado que se hacía llamar socialista representaba ya una ruptura mayúscula con el mundo anterior a 1914. Que al cabo de una década ese Estado hubiese adquirido un carácter radicalmente autoritario, por no decir totalitario, tras el triunfo de la facción de Stalin sobre las últimas oposiciones organizadas en el seno del partido ruso, y no digamos sobre las que se encontraban fuera de él, representó una ruptura todavía mayor. Con la vida interna del partido bolchevique sucedió lo mismo que había sucedido con los revolucionarios rusos en el seno de la Segunda Internacional: en 1928 solo una pequeña fracción de los comunistas extranjeros comprendió el significado de la situación interna de las facciones y de la derrota de Trotsky.

Sin embargo, la creación del primer Estado «socialista» encabezado por un partido declaradamente «marxista», que hacia 1924 proclamó la doctrina hasta entonces desconocida e impensable del «socialismo en un solo país», no fue la única de las novedades surgidas con la revolución rusa y la creación de la Internacional Comunista. Igual de importante, y quizá más a largo plazo, fue la irrupción en escena del mundo colonial anterior a 1914 como fuerza activa en el seno de la historia global. El desplazamiento del epicentro de la revolución hacia el Este no se detuvo en Rusia. En el transcurso de la década que siguió a 1917, ese desplazamiento se prolongó en los levantamientos anticoloniales de Marruecos, Egipto, India y China, así como en la agitación de 1918 en el país capitalista asiático más avanzado, Japón. Desde la perspectiva europea y norteamericana, la continuidad y la discontinuidad de las revoluciones rusas de 1905 y el 1917 con el movimiento obrero occidental clásico eran fácilmente constatables.

Para el mundo colonial, la revolución rusa fue un acontecimiento nacionalista

Sin embargo, para el mundo colonial, 1905 sobre todo y 1917 también, tuvieron otro significado, aparentemente más profundo. En Rusia la revolución de 1905 fue desencadenada por la derrota rusa ante Japón. Para la esfera colonial no occidental, la victoria japonesa fue un acontecimiento histórico-mundial de primera magnitud. Era la primera vez que un país no occidental lograba vencer a una potencia occidental con sus propias armas: el desarrollo económico y la tecnología bélica moderna. La victoria japonesa entusiasmó a los pueblos de color de todas partes, así como a la población negra de uno de los países capitalistas avanzados: los Estados Unidos. No debe subestimarse la importancia del impacto del Japón en la evolución del mundo colonial en el transcurso del siglo XX, ni puede subestimarse de ningún modo para elas colonias que accedieron a la independencia tras la Primera Guerra Mundial y sobre todo después de la Segunda. Incluso durante la fase más agresiva del imperialismo japonés, entre 1931 y 1945, esta nación tuvo cierto éxito al presentarse ante los pueblos que conquistaba como una potencia que venía a liberarles de la opresión colonial occidental.

La percepción que el mundo colonial tenía de la victoria japonesa también influyó en su interpretación de las revoluciones rusas de 1905 y 1917. Pese a que Rusia fuera indudablemente una potencia occidental y una «cárcel de los pueblos» con ambiciones imperiales propias, también tenía el estatuto de nación intermedia, agobiada por la deuda externa y acosada por los imperios inglés y francés, que después de 1919 siguieron siendo las dos potencias coloniales por excelencia. En el mundo colonial y semicolonial, por consiguiente, la revolución rusa de 1917 se consideró con mucha mayor frecuencia (y así la consideraban también elementos importantes en la propia Rusia) más como una resurrección nacional triunfante que como una exitosa escaramuza de avanzadilla de una revolución proletaria mundial centrada en Alemania (que por lo demás nunca se materializó). Al principio de la década de 1920, sobre todo, cuando la orientación «internacionalista» y cosmopolita con respecto a la clase trabajadora de Occidente se esfumó bajo el nacionalismo del «socialismo en un solo país» de Stalin, en el mundo colonial y semicolonial la Unión Soviética y el Comintern adquirieron el mismo estatus de autoafirmación nacional que los japoneses tras su victoria de 1905 (véase mi artículo From National Bolshevism to Ecology).

Esta dimensión nueva de la política internacional de clase obrera, junto a la existencia misma del Estado soviético, marcó el punto de inflexión en la historia del movimiento obrero clásico durante el siglo XX. Fuesen cuales fuesen las ilusiones ideológicas que el movimiento obrero europeo y estadounidense —así como quienes lo observaban o combatían— hubiese albergado acerca de sí mismo hasta ese momento, siempre había sido considerado como un movimiento de una clase contra otra. En ningún momento anterior a 1917, evidentemente, estuvo influido por los intereses de la política exterior y las necesidades de un presunto «Estado obrero» o, como sucedió más tarde, por el modelo de socialismo que dicho Estado pretendía encarnar. Pero menos aún habían influido de forma directa sobre el movimiento obrero clásico las luchas del movimiento colonial o semicolonial o (tras el triunfo de la revolución china en 1949) los Estados del «socialismo realmente existente» allí establecidos. (Hubo, no obstante, signos precursores: el impacto de la guerra de Cuba en los Estados Unidos en 1898, y el de la Guerra de los Bóer (1902) en el Reino Unido, la crisis de Agadir en 1906 entre Francia y Alemania, o la Semana Trágica de Barcelona de 1909, provocada por la movilización de reservistas con el fin de sofocar una revuelta en el protectorado de Marruecos; en 1912, la incipiente izquierda comunista de Italia participó en acciones ejemplares contra la intervención italiana en Libia). Si bien el movimiento obrero siempre se había concebido a sí mismo como un movimiento en última instancia «internacional», en realidad, antes de 1914 había sido poco menos que exclusivamente europeo y estadounidense, con algunas resonancias y repercusiones en Asia e Hispanoamérica. Entre 1905 y 1917, el marco occidental que había engendrado al movimiento obrero clásico saltó por los aires. Si la internacionalización real supuso un progreso, la contrapartida fue un enorme rodeo en la comprensión teórica de lo sucedido y de lo que estaba sucediendo. Esto era especialmente cierto porque la etapa más radical del movimiento, situada entre 1890 y 1920, se fue desvaneciendo como marco de referencia a medida que durante la década de 1920 irrumpía en el drama el mundo colonial y semicolonial, (es más, esto último sucedió en parte porque el impulso revolucionario del movimiento obrero occidental se estaba desvaneciendo). La totalidad de las consecuencias implícitas en este proceso y en este rodeo (la conjunción de las viejas tradiciones «clase contra clase» con los intereses de un Estado nacional y las luchas «antiimperialistas», y más adelante, con los intereses de los Estados «antiimperialistas» del mundo colonial y semicolonial, el paso de la lucha de clases en Occidente de un marco «vertical» a otro aparentemente «horizontal») tuvieron profundas consecuencias que fueron mucho más allá del período posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Podrían hacerse algunas objeciones al cuadro aquí descrito, y es fundamental ocuparse de ellas de inmediato. La primera es que el capitalismo siempre fue un fenómeno integralmente internacional, y que ya en el siglo XVII la economía política atlántica, que abarcaba a Norteamérica, el Caribe, Hispanoamérica y el África Occidental, nos ofrece ejemplos de oleadas internacionales de lucha de asalariados, campesinos, esclavos e indios. Esta tendencia culminó en la dimensión internacional de la revolución francesa, primero en la repercusión internacional que tuvo, de Inglaterra a Rusia pasando por el Levante hasta llegar al hemisferio occidental, y en última instancia en la revolución de Haití, que hizo saltar por los aires los planes de Napoleón en el hemisferio occidental y le obligó a vender la Louisiana a los Estados Unidos en 1803. Podría hacerse una segunda objeción señalando que no hemos abordado el impacto del colonialismo y del imperialismo sobre el movimiento obrero clásico, sobre todo a partir de 1870, mucho antes de los sucesos de 1905 y 1917. Enseguida responderemos a esta segunda objeción; a la primera hemos de responder que si hemos concedido mayor importancia al movimiento de los asalariados en el ámbito del Atlántico Norte, en particular en Inglaterra y Francia, así como los movimientos que le siguieron, es porque marcó la pauta y proporcionó los modelos para el movimiento internacional durante el desplazamiento de su epicentro de Occidente a Oriente.

Presentar el telón de fondo del imperialismo de finales del siglo XIX y su impacto sobre el movimiento obrero clásico es abordar el meollo de la cuestión planteada por el cambio de etapa representada por el período 1905-1917. En sí misma, la interpretación que dio el ala radical del movimiento de ese proceso a partir de 1921 se convirtió en una «lente epistemológica» de primera magnitud (si no la principal) del propio fenómeno. Esa interpretación llegó a ser fundamental para el análisis de la naturaleza del capitalismo internacional y el destino del movimiento, y finalmente para la derrota y el fracaso de la oleada revolucionaria mundial de 1917-1921, que dejó sumido en el aislamiento al Estado soviético (convertido el mismo en enemigo de la revolución mundial) durante casi veinticinco años.

De la unificación alemana e italiana a la descolonización

Empecemos por recordar algunas realidades importantes que quizá no sean inmediatamente evidentes para el lector contemporáneo. En 1914, la gran mayoría de los Estados-nación actuales se hallaban dentro de los confines de los imperios británico, francés, Hohenzollern, Habsburgo, ruso y otomano, y existían otras áreas incorporadas a las colonias de los Estados Unidos, Holanda, España, Portugal e Italia. La mayoría de estos Estados-nación accedieron a la independencia formal como consecuencia de los movimientos anticoloniales que cobraron impulso tras la Primera Guerra Mundial y sobre todo a raíz de la oleada descolonizadora de 1945-1962, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial. Hispanoamérica, que en su mayor parte se había independizado de España hacia 1826, seguía sometida a un estatus prácticamente colonial por el capital financiero francés e inglés (y a partir de 1890, por el estadounidense). El imperialismo moderno hizo su aparición durante las décadas que siguieron a la crisis de 1873, y culminó en la conferencia de 1885 en Berlín para el reparto de África entre las potencias occidentales y la subsiguiente colonización de gran parte de lo que quedaba del mundo asiático y de Oceanía. Las causas económicas últimas de la carrera por apoderarse de estos territorios siguen siendo un tema arduamente debatido y no nos conciernen aquí. No obstante, este fenómeno, que ya había convertido la evolución de Hispanoamérica, África y Asia en asuntos de política interior para las principales potencias capitalistas, formaba parte de una transformación fundamental de la vida política en el mundo capitalista avanzado, y en esa medida, en 1905 el movimiento obrero clásico ya se había «internacionalizado».

Hay que recordar, además, que en fecha tan tardía como 1870, los Estados-nación italiano y alemán (situados entre el centro neurálgico del capitalismo del Atlántico Norte, constituido por Inglaterra, Francia, Bélgica y los Estados Unidos, y los imperios que dominaban Europa Oriental) aún no se habían constituido plenamente. La decisiva reorientación del equilibrio internacional de poderes que se produjo a raíz de la unificación alemana e italiana, en conjunción con la constitución del imperialismo mundial entre 1870 y 1914, tuvo un impacto tremendo sobre el movimiento obrero europeo y engendró un entorno en el que la cuestión nacional pesaba tanto como la social, sobre todo en la Europa central y oriental. Es más, Marx y Engels, así como los teóricos alemanes, austriacos y rusos de la Segunda Internacional después de ellos, tuvieron que prestar mucha atención a la cuestión nacional, ya que afectaba a minorías nacionales oprimidas de los cuatro imperios centrales y orientales de Europa (como también prestaron mucha atención a la cuestión irlandesa en relación con la política de la clase obrera británica).

En efecto, la centralidad del equilibrio internacional de poder y las opciones estratégicas del movimiento obrero en el marco de la política internacional son un aspecto poco reconocido pero fundamental de la obra de Marx y Engels, y por tanto, del legado del viejo movimiento. Para ellos la fórmula del Manifiesto, «los obreros no tienen patria» no era en modo alguno una frase retórica, sino una guía fundamental para orientarse en la complejísima interrelación entre clase, nación y política internacional. Desde un principio, consideraron que el movimiento obrero era internacional ante todo, y analizaron su evolución en cada sector nacional en relación con una perspectiva estratégica acerca de la situación internacional en conjunto. La cuestión de la unificación nacional y las actitudes de Gran Bretaña, Francia y los imperios del centro y del este de Europa, fueron fundamentales para la revolución de 1848, en la que maduraron Marx y Engels; durante la década de 1860, la cuestión de la unificación italiana y sobre todo la alemana fueron igualmente centrales. En su análisis de estos procesos, el principio fundamental de Marx y Engels fue favorecer siempre lo que tendiese a unificar a la clase trabajadora y oponerse a lo que tendiese a fragmentarla. En los escritos concretos de Marx y Engels sobre estas cuestiones no existe ninguna posición abstracta en lo tocante a la «liberación nacional» o el nacionalismo; su marco de referencia fue siempre la dinámica internacional. (En ocasiones se opusieron a revueltas nacionalistas en el Imperio Otomano porque su impacto debilitaba la capacidad de éste para actuar como freno ante la reacción zarista rusa.)

Marx murió en 1883 y no pudo dedicar demasiado tiempo al análisis del imperialismo incipiente. Es más, antes de la década de 1890 como muy pronto, los teóricos de la Segunda Internacional prestaron escasa atención a la evolución social de África, Hispanoamérica y Asia per se, y muchos de ellos consideraban la colonización de estas zonas desde un punto de vista que se distinguía muy poco del de los ideólogos imperialistas que hablaban de la carga del hombre blanco. Es más, antes de la guerra ruso-japonesa y de la revolución rusa de 1905, los socialistas de los países capitalistas avanzados consideraban la mayor parte de las luchas anticoloniales como luchas reaccionarias sin el menor contenido social de interés. Para comprobar lo mucho que había cambiado la situación, basta con comparar la distancia existene entre el impacto de la derrota italiana ante Etiopía en 1896, o la del general Gordon en Jartum ante los sudaneses ese mismo año, con el impacto mundial de la victoria japonesa de 1905.

Sin embargo, y a más tardar, hacia mediados de la década de 1890, el nuevo colonialismo internacional y la competencia entre las potencias coloniales habían engendrado una nueva realidad política que no dejaría de afectar al movimiento obrero occidental. En 1898, la toma alemana de Kiouchou puso de relieve, quizá por vez primera, la nueva importancia del Extremo Oriente en la política de poder mundial (al demostrar que el primer «país subdesarrollado» competía ahora a escala planetaria con los viejos imperialismos británico y francés); junto con la ocupación japonesa de Corea, fue el indicio (una década antes de 1905) de la presencia en el horizonte de un nuevo poder imperial. La confrontación anglofrancesa y la guerra larvada en Fashoda, en el Nilo, en 1898, fue otro paso dentro del mismo proceso. En 1898 la derrota española ante los Estados Unidos convirtió a este último país en una potencia colonial (Cuba, Filipinas, Puerto Rico) fuera del continente americano a una escala sin precedentes. La carrera armamentística naval, y la carrera armamentística a secas, analizada por Engels en la década de 1880, adquirieron nuevas dimensiones a medida que el mundo se embarcaba en las dos décadas de crisis prebélicas que precedieron al estallido de 1914.

Durante las décadas anteriores a 1914, la rivalidad interimperialista, la amenaza de guerra y la carrera de armamentos constituyeron la dimensión internacional de una transformación fundamental del entorno social y político interno del movimiento obrero occidental. La llamada «segunda revolución industrial», basada en la electrónica, el sector químico y la nueva producción en masa taylorista, el auge de los partidos políticos de masas (incluidos los partidos políticos de la Segunda Internacional fundados en 1889), la reaparición del antisemitismo como fuerza de primer orden en la política europea, el ascenso de un tipo nuevo de chovinismo nacionalista (frente al nacionalismo anterior a 1890, que en gran medida había sido considerado como un sentimiento liberal ligado a la edificación nacional burguesa), el auge de los trusts y la concentración bancaria: todos estos fenómenos contribuyeron a disipar la atmósfera de «club de caballeros» parlamentario propia del mundo anterior a 1870, y en el que los liberalismos inglés y francés habían sido modelos imitados por doquier.

Desde el punto de vista de la economía internacional, el fenómeno más importante del período de 1870-1914 fue el constante relegamiento de la industria inglesa a la condición de primus inter pares por parte de los Estados Unidos y de Alemania, y finalmente, hacia 1900, el ascenso definitivo de ambos países a una posición de superioridad industrial sobre Inglaterra. No sería exagerado decir que entre y 1900 y 1945, gran parte de la historia mundial se resume en una lucha por armonizar las instituciones internacionales, y sobre todo las financieras, con la nueva situación de 1900.

El advenimiento de las clases medias improductivas

Ahora bien, el ocaso de la supremacía industrial inglesa a manos de los Estados Unidos y Alemania (tendencia ya muy comentada durante la década de 1870) mal podía considerarse una simple realidad «económica». Ofrecía a otros países dos «modelos» para su propio desarrollo. Si el impacto inicial de Alemania fue mayor, es porque su condición de primer país «subdesarrollado» (como consecuencia de su larga lucha en pro de la unificación nacional) la aproximaba a muchos países que se encontraban en una situación similar. En el período 1890-1914, y también entre 1914 y 1945, incluso en los Estados Unidos se adoptaron muchas instituciones de origen alemán (centralización bancaria, organización de cárteles, universidades de investigación). Más a largo plazo, sin embargo, los Estados Unidos resultaron ser el país del futuro. A partir de 1945 (e incluso antes) el mundo consideraba la «americanización» como una meta (o una amenaza), pese a que estaba mucho más germanizado de lo que suele reconocerse.

A medida que el mundo salía de la «gran depresión» o «gran deflación» de 1873- 1896, se embarcó en una nueva fase de prosperidad que presagió de forma muy modesta la media década de consumismo de los años veinte, y lo que es más importante, la llamada «sociedad opulenta» del período 1945-1973 (prosperidad, claro está, limitada en gran parte a la zona de la OCDE y a determinadas clases y estratos en el seno de la misma). La nueva prosperidad se basaba en dos realidades de finales del siglo XIX: la disminución del coste de los alimentos, y por consiguiente, la reducción del coste de la alimentación como porcentaje total del ingreso obrero, y la disminución del coste de los bienes de consumo como consecuencia de los nuevos métodos de producción en masa. No debe exagerarse la difusión de esta prosperidad, pues afectó fundamentalmente a las clases trabajadoras de los países capitalistas más avanzados, pero no cabe duda de que fue el telón de fondo de la aparición en el seno del movimiento obrero del llamado «debate sobre el revisionismo», que comenzó oficialmente en 1898.

El encuentro del marxismo con las nuevas realidades de la etapa 1898-1914 iba a tener consecuencias de gran alcance. Marx y Engels escribieron su obra, claro está, durante el período comprendido entre 1840 y 1895. Pero cuando se reconoce que el grueso de El capital ya estaba redactado en el momento en que apareció el primer volumen, en 1867, que la mayor parte del material histórico empleado en los tres volúmenes procede de las crisis comerciales decenales de los dos primeros tercios del siglo XIX, que Marx dedicó buena parte de la última década de su vida a otras cuestiones, y por último que Engels, que sobrevivió a Marx en algo más de una década, no hizo contribuciones ulteriores al núcleo de la teoría, es fácil comprender por qué los marxistas de la Segunda Internacional (fundada en 1889 y dominada por el SPD) sintieron que se enfrentaban a una situación nueva en el período 1890-1914. El segundo volumen de El capital se publicó en 1885, y el tercero en 1893; las eminencias grises del SPD delimitaron lo que había de considerarse legítimamente como «economía marxista» (por oposición a la crítica de la economía política) en el transcurso de la década siguiente y adiestraron a los revolucionarios rusos, cuya ortodoxia en la materia iba a tener repercusiones de trascendencia mundial durante décadas a partir de 1917. Pese a que Engels continuó escribiendo artículos y popularizaciones incisivas y mordaces hasta el fin de sus días, en definitiva, en la obra de los fundadores no había mucho que pudiera preparar al ala radical de la nueva Internacional para lidiar con el incipiente mundo del imperialismo, los cárteles y los trusts, el papel del capital financiero, los partidos políticos de masas de la clase media baja, el antisemitismo, el proteccionismo, el creciente chovinismo nacionalista y las amenazas bélicas, la carrera armamentística, los primeros indicios de un nuevo consumismo, los incipientes balbuceos del «Estado de bienestar» europeo y el corporativismo y, por último, las tendencias abiertamente partidarias de la integración en el seno del propio movimiento socialista.

En este período, pues, el «marxismo», codificado por la ortodoxia oficial de la Segunda Internacional y adoptado en buena medida por los fundadores de la Tercera fue conquistado por las categorías del Zeitgeist dominante y transformado durante toda una época por un conjunto de problemáticas en definitiva ajenas a Marx. Más aún, esta transformación del marxismo por medio de su encuentro con la economía neoclásica, la Lebensphilosophie, la nueva sociología alemana (que también vio la luz como respuesta ante los problemas de la nueva época), la vanguardia y el psicoanálisis abrumaron a los «ortodoxos», poco preparados para enfrentarse a los nuevos desafíos. Primero a través de Kautsky, y luego a través de Lenin, el marxismo se centró en problemas de organización y de conciencia que en el fondo le eran ajenos. En este período, con el nuevo hincapié en la conciencia y la organización, el marxismo perdió su relación con la producción y la reproducción de forma pareja al proceso análogo que tuvo lugar en el pensamiento burgués (por ejemplo, con la aparición de la economía neoclásica). (Véase The Remaking of the American Working Class).

Los árbitros de la ortodoxia de la IIa Internacional fueron el Engels tardío, Wilhelm Liebknecht, Karl Kautsky, August Bebel, Otto Bauer, Eduard Bernstein, Friedrich Adler y (al menos en lo que se refiere al ámbito ruso) Georgi Plekhanov. Marx y Engels habían formado a la mayoría de la joven generación, que hasta la muerte del segundo, arropó su ortodoxia con el manto del contacto directo con los fundadores (pese a que Engels lo acosaran, durante el último año de su vida, para que redactara un nuevo prólogo a La guerra civil en Francia, más acorde con las aspiraciones parlamentarias y legalistas del SPD, cada vez más afianzadas). Ahora bien, el SPD, que se fundó formalmente en 1863, no era en modo alguno un partido político estrictamente «marxista». Tenía una larga trayectoria que se remontaba a batallas entre Marx y Lassalle previas a la fundación del partido durante la década de 1850, y había incorporado muchas tendencias al núcleo «marxista ortodoxo» que finalmente pareció imponerse durante la década de 1890. La tradición lassalleana contenía ya una marcada propensión hacia el corporativismo y la colaboración con el Estado (de la que dan fe los encuentros personales entre Lassalle y Bismarck), y una vez concluida la etapa de ilegalización del SPD de 1878-1890, en el aparato del partido se había enquistado una marcada tendencia al sindicalismo responsable, al parlamentarismo y al legalismo. Marx ya había redactado en 1875 su «Crítica del programa de Gotha», y había señalado algunas de estas realidades, que se resumían en las ilusiones del SPD acerca de un «Estado popular». Sin embargo, esta crítica, y algunos de los cáusticos comentarios de Marx y Engels sobre sus propios seguidores en el seno del SPD, permaneció inédita y fundamentalmente ignorada, igual que sus «escritos de juventud» de la década de 1840. Como grupo, el estrato dirigente del SPD, que marcó la pauta a seguir por la Segunda Internacional en su conjunto, fue poco afortunado teóricamente. Desde un punto de vista marxista esto no debería de resultar sorprendente, ya que el tipo de luchas revolucionarias de las que el marxismo extrajo sus lecciones más profundas estuvo ausente del panorama europeo entre 1871 y 1905 (véase Karl Korsch, Marxismo y filosofía). Inevitablemente, el «materialismo marxista» popularizado en el seno del movimiento internacional llevaba la impronta de un gradualismo «pragmático» que salió a la luz durante el debate sobre el revisionismo de 1898-1902. En dicho debate se impuso la «ortodoxia» kautskiana, pero solo como hoja de parra ideológica de la práctica cotidiana del SPD, mucho más prosaica y orientada hacia la integración en la sociedad burguesa.

Desplazamiento del epicentro revolucionario hacia el Este

En los márgenes de este universo, en el medio revolucionario ruso, se estaba gestando la próxima discontinuidad en el movimiento obrero internacional, y esta fue tan radical como la que supuso el auge y triunfo de la socialdemocracia alemana frente al trade-unionismo inglés y el radicalismo proudhoniano francés después de 1870. El medio revolucionario ruso estuvo presente de forma continuada desde la década de 1820. Como dijo un biógrafo de Herzen: «Jamás hubo una nación en el mundo que preparase su revolución durante más tiempo y de forma más consciente que Rusia». Victor Serge también señaló que desde las primeras reuniones de la Internacional Comunista quedó claramente de manifiesto que ninguna otra agrupación nacional de revolucionarios podía compararse con los rusos en cuanto a experiencia, ímpetu y falta de escrúpulos. La intelectualidad revolucionaria rusa era casi un estrato social por derecho propio, y sus décadas de resistencia frente a la autocracia zarista la habían dotado de un espíritu corporativo con la que no podía rivalizar ninguna experiencia colectiva de Occidente. El medio internacional de exiliados políticos y revolucionarios profesionales se remontaba a comienzos del siglo XIX y dejó su impronta en la vida de Londres, París, Bruselas, Ginebra y Zurich, donde rusos y polacos habían estado presentes desde la década de 1840.

Como tal, su encuentro con el marxismo haría época. Hacia la década de 1830, Rusia era una provincia cultural de Alemania, y siguió la evolución de la cultura internacional en su paso de la hegemonía francesa a la alemana con una o dos décadas de retraso. La conversión del joven Bakunin, de Herzen y de Ogarev al hegelianismo en 1840, su «adiós a los franceses» (representados por los socialistas utópicos), quizá fue el punto de inflexión de la «germanización» de la intelectualidad rusa. Pero por mucho que se inclinasen hacia los modelos occidentales, y por muy de cerca que siguiesen los avatares del debate acerca de la «cuestión social» en Occidente, los revolucionarios rusos no fueron en modo alguno unos meros imitadores. Fusionaron el pensamiento occidental con tradiciones mesiánicas y milenaristas específicamente rusas. En torno a la década de 1860, cuando, tras la estela de la emancipación de los siervos, empezó a tomar forma el populismo, fue codificándose un radicalismo distintivamente ruso cuya máxima expresión fue el movimiento «nihilista» de esa misma década. Cuando, durante la década de 1870, el populismo inició su campaña de asesinato de miembros de los círculos oficiales zaristas, (los populistas dieron muerte a dos zares, en 1881 y 1888), su organización clandestina, obligatoria en las condiciones rusas, situó ante la conciencia europea un nuevo tipo de figura radical. Nechaiev llevó esa mentalidad hasta el paroxismo, y Dostoievsky la retrató muy bien en Los demonios. Cuando el marxismo llegó a Rusia, se fusionó, de la mano de Lenin, con el catecismo revolucionario de Nechaiev, tal como éste lo había heredado a raíz de su fascinación adolescente por el populismo de Cherneshevsky. Siguiendo a Kautsky, que ya consideraba que la clase obrera recibía su conciencia desde el exterior, Lenin le añadió el papel específico de la organización de cuadros revolucionarios profesionales. Ya en Kautsky, e hipostasiadas en Lenin, la «conciencia» y la organización, así como sus portadores entre la intelectualidad, habían pasado a ocupar el lugar central en el marxismo. El hombre de la negación es el hombre de la conciencia, el funcionario estatal que por vez primera desempeñó un papel en el movimiento de emancipación de la época de los despotismos ilustrados continentales entre los siglos XVII y XVIII, y que se vinculó por primera vez a las estrategias mercantilistas de renovación nacional en la Prusia de comienzos del siglo XIX.

En un principio, el auge del marxismo ruso durante la década de 1890 fue el fruto de la larga labor llevada a cabo a partir de la década de 1870 en adelante por personajes como Plekhanov, mucho más próximos a la tradición ortodoxa de la Segunda Internacional. (¡Marx ya había atacado a algunos de sus primeros seguidores rusos como apologistas del capitalismo!). Esa ortodoxia formuló, entre otras cosas, una teoría estrictamente lineal y etapista del progreso histórico que situaba en el orden del día de Rusia una revolución burguesa. Tan profundamente arraigada estaba esta corriente en el marxismo ruso que Lenin llegó a plantearse seriamente la posibilidad de emigrar a los Estados Unidos (donde la revolución socialista parecía más probable que en Rusia) y en enero de 1917 declaró ante una reunión de la juventud socialista suiza que en Rusia la revolución proletaria tendría lugar en torno al año 1950.

Sin embargo, los acontecimientos empezaron a minar esos erróneos cálculos teóricos. En torno a la década de 1890, la industrialización palpable e innegable de Rusia permitió a los marxistas derrotar por fin a los restos del populismo entre la intelectualidad, cuando la oleada huelguística de 1895 confirmó por primera vez su insistencia en el papel de la clase trabajadora. Ahora bien, la tormenta que estalló en 1905 en Rusia y en la Polonia rusa abrió las puertas de la percepción todavía más. La aparición de consejos de fábrica y regionales llamados soviets colocó una creación de la clase obrera que ningún teórico marxista había previsto ni creado en el centro de la lucha política. Se trataba de una creación histórica de la misma envergadura trascendental que el presagio de la «dictadura del proletariado» que representó la Comuna de París en 1871. Lenin reconoció más tarde que 1905 le obligó a corregir algunos de sus puntos de vista sobre el partido y la conciencia formulados en ¿Qué hacer? (1902), el documento que precipitó la escisión entre bolcheviques y mencheviques. Las frágiles fuerzas del liberalismo ruso se vieron desbordadas de tal modo en 1905 y 1906, y la intervención de la clase obrera las atemorizó hasta tal punto, que buscaron rápidamente un acuerdo con el zar restaurado, capitulando de un modo aún más abyecto que los liberales alemanes ante Bismarck después de 1870. El 1905 ruso-polaco, que había forzado al SPD alemán y, por tanto, a la Segunda Internacional, a emprender un debate sobre la «huelga de masas» (ligado a la guerra ruso-japonesa) afianzó el desplazamiento del epicentro revolucionario hacia el Este, de Alemania a Rusia. Siguiendo la estela de 1905, Trotsky, influido por Parvus, resucitó la teoría de la «revolución permanente» formulada por Marx en 1850 y la aplicó a Rusia. Trotsky no se unió al partido bolchevique hasta 1917, y tras el reflujo de la oleada radical de 1905-1907, nada fundamental parecía haber cambiado en el movimiento obrero internacional. Sin embargo, la experiencia de los soviets, y la teorización de la primacía de la clase obrera en el derrocamiento del zarismo por parte de Trotsky (un caso aislado, como he dicho antes) suspuso la introducción de otro elemento más del legado del movimiento obrero clásico. Ahora bien, su significado internacional (es más, su significado en la propia Rusia) solo se hizo patente con el triunfo de la revolución bolchevique en 1917. Por primera vez en la historia, se había fundado un Estado «socialista» encabezado por sedicentes marxistas.

Sin embargo, la revolución mundial en la que los bolcheviques basaron las premisas de su estrategia no tuvo lugar, y el nuevo Estado soviético, totalmente desvinculado de cualquier base obrera por la guerra civil y el hambre, tuvo que defenderse y buscar aliados en condiciones totalmente imprevistas.

Tras el reflujo de la agitación revolucionaria de posguerra en Europa, la derrota de la contrarrevolución blanca y la amenaza de disolución interna anunciada por la sublevación de Kronstadt, la revolución bolchevique entró en un período de repliegue. Ese repliegue quedó codificado en 1921 con la adopción de la NEP, el aplastamiento de Kronstadt, el tratado comercial anglorruso que puso fin al embargo decretado contra el Estado soviético, la reconciliación con el ala izquierdista de la socialdemocracia durante el Tercer Congreso de la Internacional Comunista y la prohibición de las facciones internas durante el Xo congreso del Partido.

Como antes hemos señalado, la oleada revolucionaria no se extinguió en 1921, cuando comenzó el reflujo en Europa, y en el mundo colonial se prolongó hasta 1927. En este caso, como también hemos indicado antes, la actitud del Estado ruso y de la Internacional Comunista ante los acontecimientos de Marruecos, la India y, más importante, China, estuvo dictada en definitiva por las luchas entre las facciones del partido ruso, que tuvieron consecuencias inmediatas en el plano interno y en política exterior. Durante los años 1924-1927, en el ámbito internacional el ascendiente de Stalin y la derrota de la Oposición de Izquierdas giraron fundamentalmente en torno a la crisis revolucionaria en China. Lo que se estaba dirimiendo en la lucha entre Trotsky y Stalin acerca de la situación china era la interpretación de la propia revolución rusa. Trotsky aplicó a China su teoría de la revolución permanente y del desarrollo desigual y combinado, y sostuvo que incluso la reducida clase trabajadora china era la única fuerza capaz de encabezar un anticolonialismo consecuente; Stalin y la Internacional Comunista, por otra parte, presionaron a los comunistas chinos para que se subordinaran al Kuomintang y a Chi’ang Kai-shek (¡cuando aplastó a los comunistas chinos en 1927, Chi’ang era miembro honorario del ejecutivo de la Internacional Comunista!).

El desastre chino, como es bien sabido, obligó a la Internacional Comunista a cambiar de rumbo. La derrota de Trotsky, el espectro de una inminente crisis económica en Occidente, el comienzo del primer plan quinquenal y de las colectivizaciones y, por último, la ofensiva de Stalin contra Bujarin, se plasmaron en una nueva política internacional conocida como el «Tercer Período», que dio sus frutos en Alemania. No obstante, la orientación de la Internacional Comunista hacia el mundo colonial, antes y después de la debacle de China en 1927, se entreveró con el incipiente movimiento anticolonial que había ido cobrando ímpetu como resultado de la Primera Guerra Mundial. A la sombra de la victoria japonesa de 1905, la década anterior a 1914 había asistido a la revolución iraní (1906), la revuelta de los jóvenes Turcos (1908), un importante brote de nacionalismo indio (1908), la revolución mexicana (1910) y la revolución china (1911). Después de la guerra, esas revoluciones se prolongaron en la oleada mundial de 1919, en el transcurso de la cual se produjeron acontecimientos importantes en Egipto, la India, Marruecos, África Oriental y el movimiento del 4 de mayo en China. Con la puesta en práctica de la política del «Tercer Período», los partidos comunistas del mundo colonial se embarcaron en tácticas de «ultraizquierda» semejantes a las que pusieron en práctica en las metrópolis, que desembocaron en los desastres de 1930 en China y Vietnam (acerca de este último país, véase el asombroso libro de Ngo Van publicado en 1995, Vietnam 1920-1945).

Cuando la toma del poder por Hitler en Alemania asustó a Stalin y a la Internacional Comunista hasta el punto de obligarles a reconocer el callejón sin salida que había supuesto la estrategia del Tercer Período, antepusieron la amenaza del fascismo a todo lo demás. La adopción oficial de la política del Frente Popular en 1935 (precedida por su adopción informal en 1934) condujo al movimiento comunista mundial a un período de crecimiento masivo en Francia, España, los Estados Unidos y Gran Bretaña. Excepción hecha del interludio que supuso el pacto Hitler-Stalin de 1939-1941, el movimiento comunista mundial se orientó hacia un período de apoyo a la democracia burguesa contra la amenaza fascista. El período de los Frentes Populares y de la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial engendró los partidos comunistas de masas del período de posguerra en Francia, España, Italia, Portugal, Brasil, Chile y Japón, y convirtió a los partidos comunistas norteamericano y británico en mini-movimientos de masas. En el mundo colonial, esa política obligó a los partidos comunistas de los imperios británico y francés a renunciar a la lucha anticolonial en pro de la defensa de la democracia (como sucedió en Indochina, Argelia, Egipto y la India). Dicha política se mantuvo durante el período de posguerra y hasta la Guerra Fría en detrimento de los partidos comunistas de esas zonas.

En el transcurso del proceso que va desde 1905-1917 hasta los comienzos de la descolonización de posguerra, el movimiento comunista mundial se impuso como la fuerza dominante de la izquierda en casi todo el mundo, y los bandazos políticos de la Internacional Comunista se convirtieron en acontecimientos de política interior que tenían importantes repercusiones en esos países. Para el grueso de quienes participaron en esas luchas, la Unión Soviética era un país socialista y el Comintern era la Internacional del movimiento obrero revolucionario. A la izquierda de los partidos comunistas de masas había disidentes (los trotskistas y la ultraizquierda), pero salvo en unos pocos lugares, como Indochina y Sudamérica, los críticos trotskistas de Stalin y de la Internacional Comunista no conquistaron ninguna base de masas ni influyeron sobre los acontecimientos.

No obstante, a partir de 1920 en adelante, la izquierda radical derrotada comenzó a analizar el fenómeno soviético tratando de aplicar criterios marxistas para comprender la evolución de aquel sedicente «Estado marxista». Después de que Trotsky se exiliara en 1928, la oposición internacional de izquierdas estaba compuesta por la facción Bordiga del PCI y los seguidores de Trotsky en el resto de partidos comunistas occidentales. Otra corriente era la ultraizquierda germano-holandesa, que en lo fundamental había dado por perdida la revolución rusa en 1920-1921. Como consecuencia del enorme peso de la Unión Soviética y de la Internacional Comunista en el movimiento obrero internacional, estas corrientes de oposición se vieron forzadas a analizar las dimensiones de la derrota.

Dicho análisis se llevó a cabo sobre el telón de fondo de la crisis mundial, el auge del fascismo y la inminente Segunda Guerra Mundial, que creó un clima general de presión social en el que resultaba fácil presentar a las pequeñas minorías opositoras como agentes del fascismo, «sabotreadores y escisionistas» del movimiento obrero. La cuestión de la influencia soviética sobre el movimiento obrero mundial, claro está, exige dar respuesta a la pregunta de por qué los partidos comunistas de masas, basados en una rica tradición obrera en países como Francia y Alemania, aceptaron dicha influencia. Responder de forma completa a esa pregunta exige un análisis de la coyuntura y de la mutación del Estado capitalista en curso más exhaustivo del que aquí podemos abordar (véase The Remaking of the American Working Class). No obstante, es imprescindible dividir el período de entreguerras en dos fases, antes y después de 1930. Los partidos comunistas originarios fueron fundados durante la agitación revolucionaria de 1917-1919, y en todas partes surgieron de rupturas en masa con las socialdemocracias que habían capitulado ante el nacionalismo y la colaboración con el esfuerzo bélico.

Al igual que las anteriores Internacionales, la Tercera nació a partir de una oleada mundial de luchas de la clase trabajadora que impuso la adopción de estructuras y estrategias innovadoras. La Primera Internacional surgió de la oleada general posterior a 1864 que culminó en la Comuna de París, la Segunda de la oleada huelguística de principios de la década de 1890, y la Tercera del annus mirabilis de 1919. No obstante, el reflujo posterior a 1921, el «frente único» con el ala izquierda de la socialdemocracia después de 1921, la «zinovievización» de los partidos occidentales a partir de 1924 y por último, los vaivenes «ultraizquierdistas» del Tercer Período, habían reducido a los partidos comunistas de la mayoría de países a la condición de grandes sectas. Hubo una discontinuidad casi total entre la oleada revolucionaria que los había engendrado en 1917-1921 y los cascarones organizativos convertidos en partidos de masas a partir de 1935, pertrechados con unas políticas acomodaticias completamente distintas.

Las clases medias improductivas ingresan en masa en el movimiento obrero

Hemos elegido el año 1930 como punto de inflexión en la evolución del movimiento obrero por el siguiente motivo: por muy extendidas que estuvieran antes de 1914 las prácticas mercantilistas y estatistas en los países capitalistas más avanzados, antes de la Primera Guerra Mundial la ideología dominante seguía siendo fundamentalmente liberal. La economía mundial seguía estando dominada por Inglaterra, y el capital financiero británico estaba concentrado en Londres. La economía mundial seguía sujeta a los rigores de un patrón de oro efectivo, al menos en lo tocante a las relaciones entre las principales potencias. En todas partes, el papel del Estado era fundamental para «crear las condiciones para la acumulación» y a través de la carrera armamentística de 1890-1914 éste había comenzado a adquirir su faz posterior a 1945 como máximo consumidor, pero incluso en economías tan estatistas como la alemana, su papel no se acercaba ni remotamente al que tuvo durante la Primera Guerra Mundial, al que tuvo de nuevo bajo el nazismo y por último, al que desempeñó durante la reconstrucción posterior a 1945. En todas partes, la Primera Guerra Mundial fue un experimento in vivo en el incremento enorme del papel del Estado en la gestión conjunta de la economía y de la vida social. Entre 1919 y 1929, se suscitaron ciertas ilusiones en torno a un «regreso a la normalidad» al desmantelarse el «capitalismo de Estado» establecido durante la guerra, pero la crisis social que desató la depresión económica mundial de 1929 acabó con esas ilusiones para siempre.

El movimiento obrero no podía permanecer ajeno a este proceso. La participación de las facciones socialistas mayoritarias de casi todos los países en la Bürgfrieden o paz social posterior a 1914, y la de los sindicatos en los consejos de arbitraje conjuntos de patronos y trabajadores otorgó al movimiento obrero una «respetabilidad» y una presencia de la que había estado desprovisto en buena medida antes de 1914. Antes de la guerra hubo importantes precedentes de estas tendencias en países como Gran Bretaña o Suecia, como parte de los primeros pasos de la política social de bienestar propugnada por los fabianos británicos y grupos análogos en el continente. Sin embargo, para una gran parte del espectro ideológico dominante (aunque menor de lo que en aquel entonces solía creerse) la participación del movimiento obrero en el Estado a cualquier escala (no digamos ya la participación masiva de 1914-1918) era anatema.

En 1933, tras la llegada de Hitler y de Roosevelt al poder, y a menor escala en Gran Bretaña y la Francia del Frente Popular, se resucitó la gestión estatista que había dado resultado durante la situación de urgencia de 1914-1918 en un contexto de «paz», pese a que, de forma muy significativa, estuvo asociada en todas partes a la expansión de la producción bélica (en efecto, fue la producción armamentística la que sacó de la crisis a Alemania y revigorizó las economías de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia tras la segunda desaceleración de 1937). Hjalmar Schlacht en Alemania, Franklin Roosevelt en los Estados Unidos y J. M. Keynes en Gran Bretaña, todos ellos personajes clave de esta nueva gestión de la crisis, habían participado activamente en las juntas de gestión económica durante la Primera Guerra Mundial (al igual que Jean Monnet, arquitecto de la Comunidad Económica Europea de posguerra). La estatización de la sociedad que se produjo como consecuencia de esta mutación se plasmó, inevitablemente, en la estatización del movimiento obrero oficial. Este es el contexto en el que podemos captar la discontinuidad entre los partidos socialistas (y sobre todo los comunistas) de antes y después de 1930, discontinuidad que no dejó espacio alguno a corrientes antiestatistas como los IWW norteamericanos o los sindicalistas revolucionarios franceses (por ejemplo, Monatte).

Es fundamental señalar que la fundación de partidos comunistas de masas como el francés, el español, el portugués, el italiano o el japonés, y de mini-partidos de masas como el británico y el estadounidense entre 1935-1947, estuvo marcada por el ingreso a gran escala en el movimiento «comunista» de la «intelectualidad» reclutada entre los empleados de la administración pública de la nueva fase del capitalismo. La intelectualidad revolucionaria rusa había constituido un estrato social aparte sin equivalente real en Occidente. Antes de 1935, los intelectuales comprometidos con el socialismo y el comunismo se distinguían ya de los «intelectuales orgánicos» que surgieron del propio movimiento obrero, y en modo alguno constituían una tendencia importante entre la intelectualidad en su conjunto. Esta discontinuidad fundamental entre los partidos comunistas originales del período 1917-1921 y los partidos de masas a partir de 1935 es importante, porque pone de manifiesto la dinámica social que hizo posible la existencia de dichos partidos.

Entre 1935 y 1947 los partidos comunistas occidentales se mostraron receptivos a la atracción del estalinismo (la Unión Soviética y la Internacional Comunista) porque la política del Frente Popular coincidió con la transformación del Estado y del papel en éste de la incipiente clase funcionarial, entre la que los PCs de la era del Frente Popular obtuvo importantes apoyos.

En ese sentido, los PCs fueron los herederos directos del «Estado popular» lassalleano del primer SPD.

La etapa 1924-1927 de la política de la Internacional Comunista llegó a su fin con la debacle de China; el «Tercer Período» (Trotsky lo calificó de «Tercer Período de los errores de Stalin») concluyó con la debacle alemana; la era del Frente Popular terminó con el fiasco del gobierno Blum en Francia (una amplia mayoría de parlamentarios del Frente Popular votó la concesión de plenos poderes a Pétain en 1940), la derrota de la revolución española (primero a manos del Frente Popular y después a manos de Franco) y quedó sellada por el pacto Hitler-Stalin. Cada etapa de la política de la Internacional Comunista terminaba con una nueva derrota de la clase trabajadora internacional que era reemplazada por una nueva política que allanaba el camino a la derrota siguiente. La única oposición medianamente coherente a este discurrir de los acontecimientos fue la de los pequeños grupos trotskistas y los restos, aún más pequeños, de la ultraizquierda alemana e italiana, pero estos últimos grupos no ejercieron prácticamente ninguna influencia sobre el curso de los acontecimientos. No obstante, entre 1920 y 1945, trataron de analizar el impacto internacional del «fenómeno ruso» empleando las herramientas del marxismo de una forma que en ese período no tuvo parangón.

La cuestión de la naturaleza del fenómeno soviético y de los partidos comunistas mundiales se convirtió en un asunto eminentemente práctico inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se produjo la oleada internacional de luchas más importante desde 1917-1921. Es más, el ala trotskista de la oposición internacional de izquierda esperaba que esa oleada fuera la consumación triunfal de la oleada derrotada a comienzos de la década de 1920. Sin embargo, no sucedió nada semejante. En Gran Bretaña llegó al poder el partido laborista; en sus respectivos países, los partidos comunistas francés, belga, italiano y japonés participaron en gobiernos burgueses o los apoyaron, y combatieron cualquier intento de la clase trabajadora por poner en entredicho esos pactos; la socialdemocracia, respaldada por los Aliados y la CIA, volvió a asentar su hegemonía sobre la clase trabajadora en Alemania, y también influyó sobre la situación francesa e italiana. Por sí solo, el contraste entre la clase trabajadora revolucionaria después de la Primera Guerra Mundial y la contención de la oleada de luchas (que jamás llegó a ser revolucionaria, al menos en Occidente) posterior a la Segunda Guerra Mundial, indica que en el ínterin había tenido lugar un profundo cambio de época (por eso situamos el punto de inflexión aproximadamente en torno al año 1930). La cuestión de por qué, en dos ocasiones sucesivas, la clase obrera occidental no logró surgir de la guerra mundial como fuerza revolucionaria victoriosa, y el contenido social de los regímenes que la contuvieron, es la cuestión fundamental que atañe al destino del movimiento obrero clásico y de la clase obrera en el siglo XX. Los trotskistas habían explicado la derrota de la clase obrera alemana como una consecuencia de la «ausencia de dirección revolucionaria» en los momentos decisivos entre 1917 y 1923, y explicaron la derrota de los trabajadores franceses e italianos después de 1945 como consecuencia la imposición de los acuerdos de Yalta por parte de los partidos comunistas. Se trata de dimensiones importantes, sin duda, pero eso supone otorgar demasiada importancia a las cuestiones de organización, de dirección y de conciencia para lo que a todas luces son fenómenos profundamente estructurales. Estas explicaciones no explican por qué la clase obrera occidental, en 1917-1921 y después de 1945, se dejó inmovilizar por el reformismo. En última instancia, la explicación que se ofrece para ese reformismo es la teoría leninista del imperialismo, que explica el nivel de vida de los obreros occidentales —y por consiguiente su reformismo— por las «superganancias» procedentes de la explotación colonial, de las que supuestamente se beneficiaría la aristocracia obrera (para una crítica de Lenin, véase The Remaking of the American Working Class).

Captar la magnitud de la diferencia entre la oleada revolucionaria mundial de 1917-1921 y su ausencia en 1943-1948 equivale a comprender que lo que contuvo al movimiento obrero clásico y constituyó la base real del «reformismo» posterior a la Segunda Guerra Mundial fue el triunfo de una nueva fase de acumulación, la «dominación real del capital», simbolizada por la conjunción mundial (pese a todas sus diferencias) de Roosevelt, Hitler y Stalin en 1933. Todo el período que discurre entre 1914 a 1945 no constituye sino la transición a ese resultado.

El triángulo Occidente-Unión Soviética-Tercer Mundo.

La nueva situación mundial que se creó a partir de 1945 alteró profundamente el contexto internacional del movimiento obrero. La revolución rusa y la defensa exitosa del Estado soviético después de 1917 fueron un acontecimiento internacional de primera magnitud, pero su debilidad y sus dificultades de maniobra en un mundo preocupado primero por la reconstrucción y luego por la crisis económica posterior a 1929 aún no habían alterado el equilibrio de poder internacional. A partir de 1945, ese ya no fue el caso. El Estado soviético no solo había demostrado su poder y el éxito de su programa de industrialización de choque a través de su victoria en la Segunda Guerra Mundial (la batalla de Stalingrado, en 1943, convirtió a muchos «antiimperialistas» pro-nazis del Tercer Mundo —como Nasser y Sadat en Egipto— en pro-estalinistas) sino que además amplió la esfera de influencia soviética mediante la creación de un conjunto de Estados-tapón en el antiguo cordón sanitario de Europa Oriental, al mismo tiempo que en Grecia, Francia, Italia y Bélgica los partidos comunistas de masas se esforzaban por hacerse con el poder. Y esto era solo lo que sucedía en Europa. En Asia, los partidos comunistas, cuya autoridad se había visto enormemente reforzada por su participación en los movimientos de resistencia guerrillera durante la guerra, ocuparon el vacío de poder que esta había dejado en China, Corea e Indochina, y entre la combativa clase trabajadora del Japón el partido comunista era la fuerza hegemónica. Hacia 1947, la solidaridad interaliada del período bélico se desmoronó, y por primera vez la situación internacional quedó polarizada entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, las únicas potencias capaces de emprender auténticas iniciativas propias en el nuevo contexto. Las luchas de clase «verticales» del período 1890-1920 en Occidente, durante la marea ascendente del movimiento obrero clásico, habían quedado indisolublemente ligadas a la confrontación «horizontal» entre los bloques. Pese a que los Estados Unidos tomaron la iniciativa con la puesta en marcha del Plan Marshall en la primavera de 1947, y que la Unión Soviética respetó la división del mundo pactada en 1943 en Yalta, la revolución china de 1949, el estallido de la guerra de Corea en 1950 y la intensificación de la insurgencia del Viet Minh en Indochina abocaron al mundo de forma irreversible a la Guerra Fría.

Como hemos subrayado, en todas las grandes coyunturas internacionales, de 1789 a 1848 hasta 1917, la lucha de clases siempre había sido inseparable del equilibrio internacional de poderes y de las relaciones entre los Estados-nación. Ahora bien, (reiterémoslo) la estrategia y la táctica de un partido socialista hermano jamás estuvo determinada por las necesidades coyunturales del SPD en unas elecciones locales alemanas, ni siquiera en el momento de máxima influencia internacional del SPD alemán. La creación del Estado soviético, de los partidos comunistas de masas afiliados al Comintern y, por último, de una docena de repúblicas populares en Europa Oriental y Asia, introdujo en la política interna y en la política de clase de todos los países una dimensión inmediatamente internacional que jamás había sido tan palpable en épocas anteriores. De forma distinta, la evolución de la situación mundial a partir de 1945 reprodujo a escala mundial la situación de Europa después de 1815, cuando cualquier acontecimiento político interno, de Inglaterra a Rusia, tenía repercusiones inmediatas para el equilibrio internacional de poderes. A partir de 1917, pero sobre todo a partir de 1945, la «cuestión rusa» llegó hasta el interior del último país del mundo a través de su movimiento obrero indígena, de su campesinado y de su intelectualidad.

Sin embargo, no se puede comprender la polarización de la política mundial en torno a la confrontación Este-Oeste durante la Guerra Fría, que en torno a 1959 parecía total, si no se la «conjuga» con la nueva fuerza emergente que creó la descolonización a partir de 1945. Ya se había hecho patente, desde las repercusiones mundiales de la victoria japonesa sobre Rusia en 1905 y durante la revolución rusa de ese mismo año, un incipiente triángulo de internacionalización. La revolución rusa de 1917 y la intervención de la Internacional Comunista en las luchas anticoloniales de la década de 1920 afianzaron ese triángulo. A partir de 1945, la descolonización se convirtió en la primera línea de la Guerra Fría en todo el mundo. Parecía imposible constituir ninguna fuerza relevante que fuera independiente de la esfera de influencia de uno u otro de los bloques contendientes. La revolución china, la división de Corea en 1953 y la de Vietnam en 1954, dieron mayor peso aún a la pretensión del bloque soviético de ser la única fuerza realmente partidaria de la descolonización. Al asumir la carga de los imperios británico y francés en desintegración, los Estados Unidos afianzaron su posición como defensores del orden globalmente establecido en el mundo entero.

El tercer lado de este triángulo fue la aparición, en el transcurso de la descolonización, del bonapartismo tercermundista. Con la independencia de la India (1947), de Indonesia (1948) y la revolución de los coroneles en Egipto (1952), estos regímenes, liderados por figuras anticolonialistas como Nehru, Sukarno y Nasser, introdujeron en la política mundial una configuración aparentemente nueva. En realidad, esos regímenes tenían estrechas afinidades con las dictaduras del centro y este de Europa del período de entreguerras, del mismo modo que la descolonización de África y Asia presentaba paralelismos con la irrupción de las nuevas naciones y de los nuevos sentimientos nacionalistas como consecuencia de la quiebra de los imperios Hohenzollern, Habsburgo y otomano tras la Primera Guerra Mundial. En efecto, la configuración de un nacionalismo y de un anticolonialismo «germanizados» se remonta al período de la aparición de la lucha anticolonial moderna durante el período 1890-1914, y estuvo representada por figuras como Kemal Pasha (sobre la influencia alemana en los procesos posteriores a 1908 en el mundo otomano y más tardeárabe,véaseBassamTibi,ArabNationalism 3 ).Duranteelperíodode entreguerras, influidos por el modelo fascista italiano, Perón (en Argentina) y Vargas (en Brasil) se hicieron eco de la retórica del italiano Di Michaelis, que denunciaba la hegemonía mundial de la «plutocracia anglofrancesa». En la esfera colonial británica y francesa, la identificación con la lucha de Alemania contra el tratado de Versalles suscitó simpatías pro-nazis entre muchos nacionalistas. Esta conciencia solo pudo purgarse de sus marcas de nacimiento centroeuropeas y de Europa oriental y disimular sus orígenes protofascistas bajo la nueva retórica del movimiento «progresista» mundial a partir de 1945 y de la consolidación del triángulo Occidente- Unión Soviética-Tercer Mundo.

Esta configuración llegó a su apogeo con la conferencia de Bandung, celebrada en Indonesia en 1955. La Unión Soviética, China y casi una docena más de Estados «socialistas» brindaron su solidaridad a los nuevos Estados independientes del incipiente Tercer Mundo, encabezados por la India, Egipto e Indonesia. Durante la marea ascendente de la oleada de descolonización mundial de 1945-1962, cada nuevo Estado independiente planteaba problemas inmediatos a la rivalidad y la influencia Este-Oeste. En 1958, el triunfo de la revolución cubana extendió con toda su intensidad esta polarización al Caribe y a Hispanoamérica.

Sin embargo, el carácter aparentemente monolítico que el frente Unión Soviética- China-Tercer Mundo presentaba ante el mundo occidental en 1955 no sobreviviría a la década. Ya había fuerzas centrífugas pugnando por minarlo. En 1953, la muerte de Stalin inauguró un período de descompresión en la Unión Soviética y en Europa del Este (que se concretó ante todo en la sublevación obrera de junio de ese mismo año en Berlín Este); hacia 1956, un año después de Bandung, el comienzo de la descomposición del bloque soviético se puso irreversiblemente en marcha. Si la confrontación de 1956 en torno al canal de Suez fue una extensión de la lógica de Bandung, el XX Congreso del Partido en Moscú, el octubre polaco, la revolución húngara y los tímidos balbuceos iniciales de independencia de los partidos comunistas occidentales fueron otras tantas grietas en la faz monolítica que el bloque oriental había ofrecido al mundo. Al consumarse la escisión chino-soviética en 1960, esas fisuras se hicieron irreparables. A partir de 1956, la aminoración de la polarización de la política mundial del período inmediato de posguerra comenzó a crear por primera vez un espacio social para movimientos independientes.

[El papel desempeñado por China fue, por supuesto, de la máxima importancia. Ya hemos visto cómo la sola irrupción del Extremo Oriente como factor en el equilibrio de poderes internacional durante la década de 1890 socavó la diplomacia clásica del siglo XIX europeo, centrada en la «cuestión nacional» (la descomposición del Imperio otomano y la cuestión, inseparable de ella, de la influencia de la Rusia zarista sobre los asuntos europeos). Su irrupción en los asuntos internacionales acarreó al mismo tiempo una redefinición de la relación internacional constitutiva de la clase trabajadora: la crisis de Extremo Oriente desembocó tanto en la victoria japonesa sobre Rusia como en la revolución rusa de 1905. En el mundo no occidental, la revolución china de 1911 supuso la culminación del ciclo de revoluciones anteriores a la Primera Guerra Mundial; el ciclo revolucionario chino, desde el movimiento del 4 de mayo de 1919 hasta la masacre de Shanghai en 1927, cerró el ciclo revolucionario de posguerra; la invasión japonesa de Manchuria en 1931 fue considerada retrospectivamente como el verdadero comienzo de la Segunda Guerra Mundial; la revolución china de 1949 hizo irreversible la Guerra Fría; en 1960, la ruptura de China con la Unión Soviética dio el golpe de gracia a la hasta entonces monolítica faz del bloque oriental, y el paso de facto de China al bando occidental desde 1971 y sobre todo a partir de 1976 pesó mucho sobre la desaparición del mito del Tercer Mundo revolucionario. China había sido la encarnación del «Tercer Mundo revolucionario», el eslabón indispensable entre el bloque «socialista» y los Estados bonapartistas del Tercer Mundo.]

El significado inicial de la ruptura de China con Rusia fue una radicalización aparente de la confrontación ideológica con Occidente en lo tocante al proceso descolonizador y a la hostilidad del Tercer Mundo contra el imperialismo, lo que quedó patente durante la crisis de 1960 en el Congo. Entre 1960 y 1971, China denunció la doctrina soviética de la «coexistencia pacífica» como una capitulación ante el capitalismo y parecía representar la alternativa militante. Ahora bien, en realidad China obraba en función de cálculos de política de poder nacionales y de forma tan poco acorde con el «internacionalismo proletario» como antes lo había hecho Rusia. Para quienes la escrutasen con atención, estaba claro que la relación de

China con el «antiimperialismo» no era menos ambigua que la de Rusia. Su papel en la crisis indonesia, que desembocó en la aniquilación del PC indonesio en 1965, fue la clásica aplicación estalinista de una estrategia de Frente Popular, con el resultado habitual. Si volvemos la vista atrás, parece claro que China se mostró un tanto ambigua a la hora de apoyar a Vietnam frente a los Estados Unidos. Como mínimo, en torno a la época de la guerra larvada con la Unión Soviética en el río Amur en 1969, China estaba tratando de aproximarse a los Estados Unidos. De ahí en adelante, su denuncia del «socialimperialismo» como enemigo inmediato le llevó a apoyar a cualquier fuerza hostil a la Unión Soviética; en 1975, durante la crisis del sur de África, China trabajó abiertamente con los Estados Unidos contra los movimientos de liberación nacional prosoviéticos.

La situación internacional había evolucionado mucho desde Bandung.

Después de 1960, China jamás estuvo en condiciones de constituir una nueva Internacional y seguramente nunca tuvo intención de hacerlo. En todas partes, el atractivo inicial del «maoísmo» sedujo fundamentalmente a estalinistas empedernidos incapaces de aceptar la «coexistencia pacífica». En ese sentido, a escala internacional, el maoísmo no fue sino una prolongación del marxismo soviético: jamás ofreció un nuevo modelo de sociedad ni se constituyó un partido o un movimiento de masas «maoísta». Hacia 1966, sin embargo, cuando China entró en la fase de la Revolución Cultural, su retórica antiburocrática interactuó con un impulso análogo en la «Nueva Izquierda» occidental, y hasta principios de la década de los setenta el «maoísmo» (en realidad la expresión del Estado burocrático más mastodóntico de la era moderna) pudo presentarse (ante algunos) como lo contrario de lo que era. Sin embargo, entre 1960 y 1971 China jamás llegó a ocupar en la izquierda internacional el lugar que había ocupado la Unión Soviética en 1936, y la defunción del maoísmo internacional jamás pudo ser el «Dios fallido» que Rusia había sido para cierta izquierda occidental durante los primeros años de la Guerra Fría.

La descompresión de la fase extrema de la Guerra Fría posterior a 1956 abrió un espacio nuevo en la izquierda occidental. A raíz de las revelaciones de Kruschev y la intervención soviética en Hungría, importantes minorías abandonaron los partidos comunistas occidentales. Pese a que lo que en definitiva animaba a la mayoría de ellas (pero en modo alguno a todas) era la reconciliación con el liberalismo o la socialdemocracia, su mera existencia formó parte de una «desrusificación» del debate internacional que había sido imposible durante más de veinte años.

Quizá el acontecimiento político interno inmediato más importante de un país occidental que coincidió con la descompresión inicial de la Guerra Fría fue la intensificación del movimiento de los negros estadounidenses en pro de los derechos civiles. A su vez, este movimiento fue uno de los puntos de fricción fundamentales de la Guerra Fría. El choque de 1948 con los dixiecrats* del Partido Demócrata, que condujo a la candidatura de Thurmond, y la orden de Truman de acabar con la segregación racial en las fuerzas armadas fueron una expresión de la internacionalización de la política interna estadounidense. Ya durante la Segunda Guerra Mundial, los japoneses habían obtenido buenos resultados en el Pacífico haciendo propaganda acerca del racismo en el Sur de los Estados Unidos. La decisión del gobernador Brown de abolir la segregación en las escuelas en 1954 aceleró la apertura de un nuevo período, y el boicot de los autobuses de Montgomery en 1955 trasladó ese ímpetu a la calle. Mientras en el Sur se mantuviesen condiciones racistas, iba a ser imposible para los Estados Unidos presentarse seriamente como la alternativa «democrática y liberal» al bloque soviético en África, Asia e Hispanoamérica. Desde 1956 hasta 1964-1965, el crecimiento y el éxito del movimiento por los derechos civiles fue el estímulo singular más importante para el surgimiento de una «Nueva Izquierda» norteamericana. Hacia 1962, la inminente implicación norteamericana en el sudeste asiático comenzó a concretar la dimensión internacional de la crisis social interna, representada por la resistencia a poner fin a la segregación. A través de esta conexión, la cuestión de la descolonización de posguerra se trasladó al centro de la propia política norteamericana.

El final del período de descolonización de posguerra suele fecharse convencionalmente en 1962, coincidiendo con la independencia argelina. 1962 también fue el año de la crisis de los misiles de Cuba y del comienzo del compromiso militar norteamericano a fondo en Vietnam. Curiosamente, las dos principales prolongaciones militares de las luchas de descolonización de posguerra, la intervención norteamericana en Indochina y el embrollo portugués en sus colonias africanas, comenzaron en el mismo período 1961-1962 y llegaron a su desenlace durante la coyuntura global más importante del período de posguerra, 1974-1975. En 1975, los Estados Unidos tuvieron que enfrentarse a la recesión mundial más profunda (hasta la fecha) de la historia de la posguerra, a la crisis fiscal de Nueva York, al auge del eurocomunismo en Europa, al espectro de la revolución en España y Portugal, a la súbita y radical internacionalización de la situación en el sur de África, a la revolución etíope, al auge del grupo de los 77, al «Nuevo Orden Económico Internacional» en las Naciones Unidas, y quizá más que a ninguna otra cosa, a su propio desmoronamiento total en Indochina. En 1978, parecía que los éxitos electorales del Partido Comunista Italiano y el impulso que iba a llevar a un gobierno de izquierdas en Francia estaban poniendo en el orden del día el espectro de la ruptura de un mundo dominado por los Estados Unidos desde Yalta. Y no obstante, apenas unos años más tarde, prácticamente todas esas crisis habían desaparecido del horizonte de la forma más inesperada. La ola neoliberal que barrió el mundo al final de la década de 1970 puso fin a la era abierta por la guerra ruso-japonesa de 1905. Al consumarse el proceso que arrancó en la década de 1860 con la socialdemocracia alemana, la izquierda internacional entró en crisis. El enfrentamiento entre China, Rusia, Vietnam y Camboya en el sudeste asiático, la expulsión de los boat people de Vietnam, el triunfo de los mulás en el transcurso de la revolución iraní, el auge generalizado del fundamentalismo islámico, la irrupción del nacionalismo clerical en Polonia, el desastre de los nuevos Estados «marxistas» en África y la total contención de la «izquierda» occidental por el neoliberalismo en todas partes, encabezado por la Inglaterra de Thatcher y los Estados Unidos de Reagan, convergieron para socavar los fundamentos mercantilistas de la «izquierda» en el equilibrio internacional del poder. La izquierda había unido su suerte al Estado y el Estado estaba en crisis. La crisis sacó a la luz toda una «ontología» incrustada en el discurso de la izquierda, en la que la problemática de Fichte y de Nechaev se había fusionado con el antiestatismo de Marx. Durante más de un siglo la izquierda había estado dominada por el hombre de la negación, el funcionario estatal. Al agotarse su papel, la izquierda entró en crisis. La era internacional del funcionario estatal en la «izquierda», 1905-1975, delimita la era de la centralidad de la revolución rusa y de la «cuestión rusa» para la definición internacional de la izquierda. Hoy es posible captar el verdadero significado de la «línea de continuidad» que va desde 1789 a 1848 y desde 1917 hasta 1975, significado que reside en la evolución del mercantilismo y no de la revolución socialista. Esa línea de continuidad va de Saint-Just a Fichte, y de Nechaev a Stalin, Mao, Ho y Pol Pot.

Las corrientes opositoras en el seno del movimiento obrero, los trotskistas y la ultraizquierda alemana e italiana, se habían enfrentado a la «cuestión rusa» desde 1920. Habían analizado la Unión Soviética como un Estado obrero degenerado, como colectivismo burocrático, como capitalismo de Estado y como capitalismo a secas. Consideraron a los soviets y los consejos obreros que surgieron en Rusia y Alemania en 1917-1918 como la solución a la «forma» del poder obrero. Desde 1975, dos realidades tienden a socavar esa concepción: la industrialización del Tercer Mundo y la fase Grundrisse del capitalismo, la reestructuración mediante tecnología «punta» o intensiva de la industria occidental a partir de la década de 1970. La perspectiva de «soviets en todas partes» fue útil mientras la clase trabajadora estaba creciendo de forma simultánea a la producción en masa a escala global. Sin embargo, cuando el capitalismo mundial respondió a la ofensiva obrera de 1968-1973 con este doble asalto contra la masa salarial total, evidenció los límites de cualquier definición «fabriquista» de la clase obrera. También puso de manifiesto los límites de cualquier definición del socialismo basada en el mero control democrático de los centros de producción por la clase trabajadora. Con el paso a la fase Grundrisse del capitalismo, el trabajo científico se convirtió en una fuente relevante de valor de una forma en que no lo había sido durante la era de la producción en masa. El hombre de la negación, el hombre de la conciencia, el estudiante de humanidades desheredado carente de relación con la transformación de la naturaleza solo tenía un papel que desempeñar en la era del funcionario estatal: encarnar al portador abstracto de la universalidad, al intelectual revolucionario. El portador abstracto de la universalidad solo es posible y necesario en tanto no exista un portador concreto de la misma. En cuanto una parte significativa de la sociedad participa en el trabajo universal concreto, ya no hay espacio independiente (positivo) para el funcionario estatal.

La aceptación tácita de la ontología atomista por parte del marxismo de la Segunda y la Tercera Internacional, así como su condición de ideología de reemplazo de la revolución burguesa, están ligadas a su falso análisis de la coyuntura y a su vocación estatista-funcionarial. El problema fundamental del movimiento marxista del período 1890-1920 fue que sobreestimó la naturaleza capitalista de la Europa contemporánea. Dado que fue incapaz de percibir su propio papel en la consumación de la revolución capitalista, tenía que creer que en lo fundamental Europa era plenamente capitalista. En 1914, Europa había consumado la fase de dominación formal y de acumulación extensiva; en lo sucesivo, su trayectoria se enmarcaría dentro de la fase de la dominación real y la acumulación intensiva. La clave de este cambio fue la cuestión agraria.

Las vanguardias como búsqueda de otro tipo de actividad

La cuestión de las vanguardias no se suele considerar como parte de la historia del movimiento obrero clásico. Sin embargo, su papel no careció de relevancia para la problemática del hombre de la negación, ni en definitiva para concebir en qué había de consistir la superación del capitalismo. En el siglo XIX, cuando el movimiento obrero se convirtió por primera vez en un movimiento de masas en los Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania, esto no estaba claro. La concepción general de la cultura vigente entonces era la de democratizar la alta cultura burguesa. Es más, una de las funciones fundamentales del movimiento obrero clásico fue ofrecer a la población trabajadora un marco social para su expansión que la sociedad en conjunto le negaba. Ahora bien, cuando el movimiento obrero oficial ya se encontrtaba seriamente institucionalizado, es decir, hacia 1860, la alta cultura burguesa ya había entrado en crisis. Esa crisis se plasmó en la aparición de una vanguardia, en primer lugar en Francia. Esa vanguardia surgió directamente de la revolución de 1848, y algunos de sus fundadores más importantes, como Baudelaire, estuvieron en las barricadas de junio de 1848. En aquel entonces la bohemia parisina del período 1848- 1890 casi no tenía homólogos en ningún punto del mundo occidental. La bohemia parisina era el medio social por excelencia del hombre de la negación, pero la mera existencia social de aquellos hombres planteaba la necesidad de una nueva forma de organización social de un modo distinto al movimiento obrero. Los acontecimientos de 1848 llevaron en todas partes a la ruptura con las pretensiones de universalidad del «Tercer Estado» posteriores a 1789, y en ningún lugar fue más aguda esa ruptura que en Francia. En 1871, la bohemia volvió a manifestarse participando en la Comuna de París. La problemática que estaba desarrollando tenía un alcance que iba más allá de la de unos «escritores y artistas» que simpatizaban con el movimiento obrero. Se trataba de la problemática de crear otro tipo de vida social en la que pudiera superarse el confinamiento de la «estética» en una esfera separada. En aquel entonces nadie teorizó cosa semejante, y en el seno del movimiento obrero menos. Y no obstante, por periférica que pudiera parecer en 1850 o 1871 (o incluso en 1920) en relación con el movimiento obrero de su época, en última instancia la cuestión «estética» estaba ligada a la concepción del socialismo y a la cuestión de la «conciencia». Entre 1840 y 1945, el movimiento obrero clásico estuvo dominado por visiones popularizadas del marxismo, por el determinismo económico, por versiones expurgadas del materialismo vulgar y el mecanicismo, y por concepciones igualmente insulsas de la «cultura», que no solían estar al tanto de las últimas aportaciones de la vanguardia de la crisis de la propia cultura burguesa (en sí mismo esto no es una crítica, pues en parte y de forma natural, esa crisis reflejaba los problemas de un medio social concreto, inestable y muchas veces hermético). Ahora bien, y sobre todo tras el triunfo del nazismo en 1933, se reconoció de forma generalizada que la cosmovisión del movimiento obrero clásico, sobre todo su versión «materialista vulgar» de masas, era tan inadecuada para combatir al fascismo como para explicarlo. Wilhelm Reich y Ernst Bloch, en particular, osaron afirmar que los nazis habían triunfado porque la rigidez de la izquierda había dejado en manos del «discurso» de la derecha una multitud de dimensiones «subjetivas», y que lo que la izquierda tenía que llevar a término era la «negación determinada» del atractivo del fascismo arrebatándole esas armas.

Muy pocos artistas (o, ya puestos, muy pocos intelectuales) del medio «bohemio» participaron en las actividades del movimiento obrero clásico, y en la medida en que lo hicieron, fue a título individual. En la medida en que en el seno de la Segunda Internacional existió una «cuestión estética», estuvo dominada por una concepción muy clásica que se apoyaba en algunos de los puntos de vista de Marx y Engels al respecto. Con la excepción de Trotsky, no hubo en ningún país un solo teórico destacado que tuviese gran cosa que decir acerca de las innovaciones de la vanguardia internacional, salvo, en general, para condenarlas por decadentes. La bohemia y la vanguardia mismas solo rebasaron el contexto parisino en torno a 1890, al generalizarse la clase de consumo que había hecho posible su existencia en el París del período 1848-1890.

Esta situación cambió notablemente en 1917-1921, cuando la radicalización general de la sociedad europea atrajo por primera vez a sectores importantes de la vanguardia hacia los partidos de la clase obrera. Al igual que antes de 1914, la cuestión no giraba tanto en torno al impacto o la influencia de estos elementos sobre el movimiento obrero como en torno a la influencia del movimiento obrero sobre ellos. Ahora bien, a largo plazo esto sería importante, porque la experiencia de la guerra destruyó la hegemonía de la ideología burguesa dominante en los medios artísticos e intelectuales y condujo a sectores significativos de los mismos a considerar que las «condiciones para la creación cultural» dependían del movimiento obrero y de su triunfo.

En líneas generales, la relación del dadaísmo y el surrealismo franceses, del expresionismo alemán, o del futurismo y el constructivismo rusos con el movimiento obrero, así como la de elementos menos organizados que gravitaron brevemente en torno a los nuevos partidos comunistas en los Estados Unidos y Gran Bretaña, fue breve y estéril. La insurrección mundial de la clase obrera había sido derrotada; con el comienzo de la breve estabilización mundial de 1924, empezaron a imponerse las teorías estalinistas del «realismo socialista» y la mayoría de los artistas dieron la espalda a la visión socialmente revolucionaria de los años 1917-1921 y regresaron a esferas estéticas separadas, caso de la Neue Sachlichkeit en Alemania. Cuando en 1935, durante la era del Frente Popular, amplios sectores de esas capas volvieron a gravitar alrededor del movimiento obrero, las doctrinas del «realismo socialista» habían arraigado tanto que cuando no se las calumniaba, se hacía caso omiso de las auténticas innovaciones de la vanguardia modernista. Hoy en día el interés de los productos culturales de la escuela del realismo socialista es puramente anecdótico. Pequeñas minorías, principalmente en el seno del movimiento trotskista (p. ej., la colaboración de Breton, Rivera y Péret con Trotsky) trataron de defender las innovaciones de la vanguardia modernista como una revolución estética paralela a la revolución social, pero siguieron siendo eso: pequeñas minorías.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la polarización de los bloques oriental y occidental tendió a reforzar el aislamiento de la vanguardia modernista respecto de la problemática del movimiento obrero. Tan omnipresentes eran las doctrinas del «realismo social» en las expresiones oficiales de las organizaciones del movimiento que la «bohemia» y la «vanguardia» reconstituidas después de la guerra tendían a hacer gala de un esteticismo apolítico o antipolítico. Esta separación solo comenzó a venirse abajo, salvo excepciones aisladas sin mayor influencia inmediata, con la aparición de la «Nueva Izquierda» a partir de 1956, y de forma marcada solo después de transcurrida la primera mitad de la década de 1960.

En tanto estrato social fundamental del «hombre de la negación» en el nuevo tipo de sociedad occidental que surgió de la crisis de 1929-1945, la vanguardia cobró importancia para el desarrollo ulterior del movimiento obrero cuando, en el período 1965-1973, sus inquietudes desbordaron el gueto estético y entraron en contacto con el movimiento de masas de la «Nueva Izquierda» y la contracultura. La consecuencia fue el fin de la trayectoria del «hombre de la negación» en la cultura occidental. Las vanguardias de los períodos 1848-1890, 1890-1930 y 1945-1965 (en 1930-1945 se vieron marginadas en lo esencial por el realismo social) habían atacado una concepción clásica de la cultura ligada a la comunicación unilateral y al papel contemplativo del público. Bajo la superficie de esta sucesión de escuelas se encontraba el proyecto incipiente y fundamental de un «nuevo tipo de vida», la exigencia de una transformación total del mundo que hiciera obsoleta la esfera estética separada. Cuando, hacia 1965, las inquietudes y el «estilo de vida antiburgués» de la vanguardia se convirtieron en un movimiento de masas entre la juventud del sector servicios de la sociedad occidental, la esfera separada representada por las vanguardias anteriores se desmoronó. Cuando, hacia 1970, aparecieron los movimientos de masas de las minorías raciales, de las mujeres, de los homosexuales y de los ecologistas, la guerra cultural anterior contra la «represión» de estos grupos quedó superada. La vanguardia post-1848 desapareció al extenderse su sensibilidad y su «programa» a una amplia minoría de la sociedad. Esta difusión estuvo acompañada de un asalto a frontal contra el «universalismo» de la intelectualidad constituida hasta entonces y por las poses pseudo-radicales de la «postmodernidad» en nombre de una «diferencia» ontológica suprema que no podía ser subsumida bajo ningún universal.

Clarificación histórica de lo que no fue el comunismo

Ahora bien, es evidente que la concepción de una sociedad situada más allá del capitalismo (lo que podría llamarse la «imaginación programática» del socialismo/comunismo) no estuvo circunscrita en modo alguno a la vanguardia y a su relación con el movimiento obrero. En el fondo es esta concepción la que hoy está más desgastada. El punto de partida de Marx y Engels fue la ruptura con los esquemas «a priori» y con los proyectos diseñados por los socialistas utópicos de principios del siglo XIX, así como por los utopistas que les precedieron. «El comunismo no es una idea o una teoría surgida de la cabeza de tal o cual reformador del mundo», decía el Manifiesto comunista, «sino el movimiento real que suprime las condiciones existentes, y que tiene lugar ante nuestros ojos». El Manifiesto comunista presenta un programa para un gobierno obrero, pero este programa ya se consideró superado durante la época de la Segunda Internacional. En este caso también resulta decisiva la cuestión del destino histórico del SPD. El marxismo fue solo una corriente más entre muchas otras de la Primera Internacional; para Marx «un solo paso del movimiento real valía más que un centenar de programas», y Marx y Engels aceptaron colaborar con socialistas ricardianos, sindicalistas cartistas, blanquistas, jacobinos, mutualistas proudhonianos, socialistas utópicos franceses, lassalleanos, «socialistas verdaderos» alemanes como Weitling, y anarquistas bakuninistas, además de con la facción «pro marxista» del primitivo SPD.

Como sucedió con la Comuna parisina de 1871, cuyas repercusiones acabaron destruyendo a la Primera Internacional, Marx y Engels consideraban que el mayor logro del incipiente movimiento obrero de Europa Occidental y Norteamérica era «su propia existencia en actos». En lo fundamental, la Comuna había contribuido a precisar la «dictadura del proletariado», y Marx reconoció con franqueza que había influido en su teoría del Estado. La gran ventaja del marxismo frente a las corrientes rivales era que vinculaba las teorías utópicas y comunistas que venían de antiguo a una teoría concreta de la historia como «totalidad de las relaciones sociales». Era, y así lo demostró, la teoría del «movimiento real que se desarrolla ante nuestros ojos».

El «espectro del comunismo» aterró a la sociedad burguesa en 1848, y volvió a aterrarla de modo mucho más profundo en 1871; había suscitado debates, calumnias y difamaciones mucho antes de la aparición histórica de Marx y Engels. La negativa de ambos a tomar parte en hueras especulaciones acerca del desenlace de la historia fue una reacción saludable, y la única posible, frente a la proliferación anterior a 1848 de las teorías de los redentores del mundo, pero dejó la elaboración de la faz pública del «socialismo» en manos de individuos y movimientos mucho menos capacitados que ellos para determinar, como mínimo, lo que el comunismo no era. Marx y Engels reconocieron que la unificación alemana y el desconcierto de sus rivales franceses tras la derrota de la Comuna favorecerían la hegemonía del SPD y de su teoría. Ahora bien, aunque la dirección del SPD estuvo directamente influida por los fundadores a través de «marxistas» como Bebel, Wilhelm Liebknecht, etc. (la misma gente que indujo a Marx a declarar «yo no soy marxista»), esta también incluía a lassalleanos, sindicalistas, cooperativistas y personajes posteriores, como Eugen Dühring, que por un breve espacio de tiempo introdujo en el partido el nacionalismo alemán y el antisemitismo, además de puntos de vista populistas y «antimonopolistas» en materia económica. La máxima expresión del distanciamiento de Marx respecto del SPD primitivo es su «Crítica del programa de Gotha» de 1875, que jamás se publicó en vida de el y que sus seguidores alemanes ocultaron. En la actualidad resulta fundamental empezar a sacar a colación las discrepancias entre Marx y aquellos que, incluso antes de 1883, hablaron en su nombre.

La conquista de la hegemonía del SPD en el seno del movimiento obrero internacional tuvo lugar entre las décadas comprendidas entre la Comuna parisina de 1871 y el 1905 ruso. Las luchas de la clase obrera alemana y los progresos del partido y de los sindicatos asustaron a Bismarck y a la clase política del Segundo Reich lo suficiente como para provocar la ilegalización del partido entre 1878 y 1890; las huelgas alemanas de finales de la década de 1880 fueron un factor importante en la destitución de Bismarck por parte de Guillermo II, y en la última década que precedió a 1914 los obreros alemanes volvieron a desencadenar oleadas huelguísticas. No obstante, durante la era de la Segunda Internacional, los trabajadores alemanes no hicieron ninguna contribución práctica colectiva de tipo revolucionario que pudiera compararse con la Comuna y los soviets rusos. Al contrario, el SPD prosperó cada vez más a través del electoralismo, el parlamentarismo, el legalismo y el sindicalismo respetable. El resultado final de las décadas de paz social durante las que el SPD conquistó la hegemonía internacional fue su deletéreo impacto sobre la noción del socialismo y cómo ponerlo en práctica. El SPD era una inmensa «contrasociedad» en el seno de la sociedad alemana, que contaba entre sus activos más atractivos con asociaciones de todo tipo, así como una prensa de partido y programas culturales y educativos para sus afiliados. En ese entorno, mientras el partido iba de éxito electoral en éxito electoral, surgió poco a poco el estado de ánimo reflejado en el comentario que hizo Brecht tras el triunfo de Hitler en 1933, según el cual «la clase obrera alemana nunca estuvo tan desarmada como cuando creyó que su triunfo era inevitable».

La tradición marxista en el seno de la Segunda Internacional abordó las cuestiones del socialismo municipal (el llamado «socialismo de alcantarillado» introducido en los Estados Unidos por la emigración alemana), la nacionalización o socialización, y una «economía racionalmente planificada» y teorizó sobre ellas. También elaboró teorías sobre la transición del socialismo al comunismo integral. No obstante, hasta la revolución rusa de 1905 y la oleada revolucionaria mundial de 1917- 1921, sobre todo en sus etapas alemana y rusa, la noción concreta de las «formas» que habría de adoptar el poder obrero siguió siendo imprecisa y no se trató de forma adecuada. La creación por parte de la clase obrera rusa del soviet, el consejo central de delegados revocables de fábrica, y de los consejos regionales, que incluían también a consejos de campesinos, soldados y marineros, fue la respuesta histórica y práctica por excelencia a esa pregunta hasta entonces teórica. Sin embargo, la derrota de la oleada revolucionaria mundial en todas partes desembocó en la destrucción de los soviets en Alemania y Rusia, y su carácter revolucionario y democrático, en especial en lo referente al control directo de la producción por los trabajadores, quedó en buena medida olvidado durante medio siglo. Si esta experiencia había planteado brevemente la «nacionalización bajo control obrero» como contenido del poder obrero, hacia 1930, exceptuando a pequeñas facciones de la oposición internacional de izquierdas al estalinismo, el «socialismo» se asociaba en todas partes con distintas modalidades de nacionalización y de planificación económica.

En efecto, incluso antes de 1914, la teoría de Marx y Engels, ya expurgada por los «marxistas» más conocidos de la Segunda Internacional, tenía rivales de peso: el socialismo fabiano del matrimonio Webb, el socialismo «de alcantarillado» municipal que los socialdemócratas locales ponían en práctica allí donde accedían al poder, los distintos planes mutualistas de los anarquistas y los seguros sociales bismarckianos. Bien pudiera ser que lo que le hace parecer tan relevantes es la gran difusión que tuvieron a partir de 1945, pero visto de forma retrospectiva, el modesto incremento de las medidas de bienestar o de las iniciativas legislativas para poner en práctica medidas semejantes en Gran Bretaña, Suecia, Nueva Zelanda y Alemania en los años inmediatamente anteriores a 1914 presagiaba claramente el futuro. En cambio, lo que no estaba tan claro, ni en 1914 ni durante varias décadas después, era la forma exacta en la que iba a plasmarse ese futuro.

Es importante prestar atención a esta coyuntura, justo antes de la aparición histórica del fenómeno soviético, que complicó la cuestión del contenido del socialismo/comunismo todavía más. Es importante observar ante todo hasta qué punto (bajo los auspicios del SPD alemán) el Estado se había vuelto central para el movimiento obrero clásico. A fin de criticar ese estatismo (que fue el modelo en el que se inspiraron la mayoría de otras corrientes relevantes posteriores), es preciso fijarse por un momento en la concepción real que del comunismo tenían Marx y Engels, y que en realidad influyó muy poco sobre el movimiento obrero clásico.

Para Marx y Engels, la clave para comprender el capitalismo era la condición de mercancía del trabajo asalariado, cuya posición en el mercado era idéntica a la de cualquier otra mercancía y al mismo tiempo era la única «mercancía general» cuyo valor determinaba el de todas las demás. Dado que Marx y Engels definieron la mercancía como algo dotado tanto de valor de uso como de valor de cambio, consideraron la condición dual y contradictoria de la fuerza de trabajo (la de los seres humanos reales en lo tocante a su propia producción y reproducción material) como el origen de toda una serie de otros antagonismos. Pese a que no se suela reconocer, el fundamento de la crítica marxiana de la economía política radica en la problemática de la creatividad individual en una sociedad donde no puede existir nada que no demuestre su viabilidad en el mercado, donde las mercancías se enfrentan unas a otras. Para explicarlo, Marx acudió al ejemplo de Milton. Como poeta, decía, Milton escribió sus poesías «igual que un gusano de seda produce seda». Ahora bien, en una sociedad burguesa basada en la producción de mercancías, la obra de Milton tenía que pasar por relaciones mercantiles con editores y redactores, etc. En el capitalismo la actividad devenía socialmente «mediata», es decir, era mediada a través del intercambio de mercancías. El comunismo era, pues, la sociedad en la que la poesía de Milton, escrita «como un gusano de seda produce seda» se convertiría en socialmente inmediata, es decir, en la meta de la producción. El comunismo consistía fundamentalmente para Marx y Engels en una sociedad en la que la meta de la producción era la producción y reproducción de los individuos creadores, en lugar de ser la consecuencia accidental que es en condiciones capitalistas. Todas las cuestiones relativas a la supresión del trabajo asalariado, la socialización de la propiedad privada y la planificación quedan subordinadas, en última instancia, a esta meta.

Entre 1914 y 1945, y a través de la experiencia histórica concreta del movimiento obrerointernacional,lanecesariavaguedaddela«definición»del socialismo/comunismo que ofrecieron Marx y Engels permitió ocultar por completo el núcleo emancipador de la teoría marxista. En el período inmediatamente posterior a las revoluciones que tuvieron lugar en Europa central y oriental, en todos esos países se desarrolló un amplio debate social en torno a la planificación, la nacionalización, el papel del Estado, las medidas de bienestar social y las viviendas de interés social. Bajo los gobiernos socialdemócratas de la república de Weimar y de Austria, algunos de esos debates se plasmaron en leyes y en realidades. En la Unión Soviética, la derrota de la oleada revolucionaria y el aislamiento internacional de los bolcheviques (y, cosa no menos importante, su aislamiento en el seno de la propia sociedad soviética) preparó el terreno para el debate sobre la industrialización de mediados de la década de 1920, al que siguió la puesta en práctica del primer Plan Quinquenal de Stalin en 1928. La llegada al poder de Mussolini en 1922, y la de Hitler en 1933, convirtieron al fascismo en un imprevisto tercer partícipe en el debate económico internacional, porque el fascismo adoptó muchos elementos del movimiento socialista, y los sindicatos corporativos de Mussolini como medio de regular todos los sectores de la economía italiana (en su partido había muchos ex anarcosindicalistas) atrajeron la atención internacional como otro posible modelo de regulación económica. Como antes he indicado, entre otras cosas, la Primera Guerra Mundial fue un inmenso experimento en la gestión económica estatal, que en la persona de sus protagonistas, Franklin D. Roosevelt, J. M. Keynes, Hjalmar Schacht, Jean Monnet y Walter

Rathenau, había demostrado en la práctica (como no podría haberlo hecho teoría alguna) que el control y la gestión estatales no eran incompatibles con el capitalismo y los beneficios de los capitalistas individuales. Entre 1929 y 1933, tuvo lugar en el seno del movimiento obrero germano y del movimiento fascista alemán un gran debate en torno a soluciones concretas a la crisis económica, y la reflación keynesiana de Hitler, centrada en una producción bélica financiada por el Estado y la expansión del crédito, no estaba muy alejada teóricamente de muchas soluciones semejantes propugnadas por los economistas del SPD (véase Jean-Pierre Faye, Langages totalitaires). Entre 1929 y 1945, la creencia de que el capitalismo liberal, y con toda probabilidad, también la democracia liberal tal y como había existido antes de 1914, habían muerto, estaba ampliamente difundida en todo el espectro político. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, en el mundo capitalista avanzado apenas sobrevivía un puñado de democracias liberales, e incluso ellas estaban recurriendo masivamente a la intervención estatal para reflotar sus economías. A ojos de los observadores coetáneos, el New Deal americano y el Frente Popular francés de Léon Blum eran estrechamente afines a la política económica del fascismo alemán o italiano y el «comunismo» soviético; es más, para muchos observadores todos ellos parecían tener más en común entre sí que con el capitalismo liberal anterior a 1914 (al que se evocaba, por lo demás, de un modo cada vez más idealizado). Personajes como el italiano Bruno Rizzi escribieron libros provocativos sobre la «burocratización del mundo», y en los Estados Unidos, Berle, Means y James Burnham teorizaron una «revolución de los gerentes» en la que los capitalistas privados serían reemplazados por tecnócratas, directores de empresa y administradores estatales; es más, muchos de estos teóricos consideraban que semejante cambio era más revolucionario y se aproximaba más a la abolición práctica del capitalismo que el socialismo marxista, ya fuera en sus versiones más populares o en las más teóricas. La propia tecnocracia, que había existido como corriente desde principios del siglo XX, ofrecía su versión de una sociedad situada más allá del capitalismo, en la que los ingenieros extenderían sus métodos de solventar problemas de las cuestiones técnicas a las sociales, y en la que ni que decir tenía y habida cuenta de su formación científica, el único grupo social capacitado para hacerlo sería ella. A finales de la década de 1930, la profusión de teóricos partidarios de una regulación estatal para resolver la crisis de un capitalismo moribundo llegó a adquirir las dimensiones de una verdadera «avalancha de Mesías». La Segunda Guerra Mundial, que llevó la gestión estatal todavía más lejos, no hizo sino reforzar a esas corrientes. Incluso entre los no beligerantes, como sucedió en Hispanoamérica, el período 1929-1945 hizo posible o inevitable un repliegue autárquico ante un mercado mundial deprimido y también condujo al recurso generalizado a medidas estatistas para sustituir a las importaciones, así como a otras medidas que, como consecuencia de la demanda generada por la Segunda Guerra Mundial, convirtieron esos años en un período de crecimiento industrial (véase, una vez más, el libro de Joseph Love).

Sin embargo, sería engañoso describir la evolución del debate, (o aparente debate), sobre el contenido del socialismo durante el período de entreguerras sin subrayar que, como modelo de ruptura con el capitalismo, la Unión Soviética y su economía planificada eclipsaron a todos los demás. En plena crisis mundial, sobre todo durante la era de los Frentes Populares de 1935-1939, o más tarde, en 1941-1947, durante los años de la coalición aliada contra el fascismo hasta el comienzo definitivo de la Guerra Fría en 1947, apenas puede sobreestimarse la benevolencia con la que los elementos «progresistas» de todo el mundo veían el modelo soviético. Incluso el paréntesis de 1939-1941 marcado por el pacto Hitler-Stalin (por mucho que en las democracias liberales supervivientes provocase el distanciamiento de muchos compañeros de viaje de la Unión Soviética) sirvió para subrayar el avance aparentemente incontenible del colectivismo a escala mundial. Esta impresión, y la reticencia a criticar a la Unión Soviética, llegaron a estar muy arraigadas entre las filas de socialistas y liberales que no eran partidarios directos del modelo estalinista. Se negó de plano la muerte de millones de kulaks durante las colectivizaciones, el papel de millones de personas obligadas a participar en proyectos de trabajos forzados, el control casi militar al que estuvo sometida la clase trabajadora durante los años de la «bacanal de planificación» o las repercusiones de los juicios de Moscú (que culminaron en el exterminio de la mayor parte de la vieja guardia bolchevique) calificándolas de calumnias burguesas o presentándolas, de forma apologética o pragmática, como el sine qua non de todo experimento revolucionario audaz. Los medios progresistas y de izquierda estadounidenses, británicos y franceses de la década de 1930 estuvieron profundamente impregnados de una estalinofilia tan lamentable como ridícula. La Ligue des droits de l’Homme francesa apoyó los procesos de Moscú. En semejante ambiente, era muy fácil despreciar a las pequeñas minorías que combatieron al estalinismo desde la izquierda como sectas irrelevantes, cuando no calificarlas de provocadores de la policía o de agentes del fascismo.

Las huelgas de masas y las revueltas en Francia (1936) y la revolución social en España (1936-1937) fueron combatidas por los partidos comunistas de esos países sin suscitar el menor interrogante serio entre dichos estratos sociales. Hacia 1937, en los Estados Unidos la insurgencia obrera radical que había comenzado en 1934 se había transformado en gran medida en puntal de la reforma del New Deal, cuando, con ocasión de la adopción de la política del Frente Popular, el Partido Comunista de los Estados Unidos apoyó a Roosevelt.

Los nuevos estratos sociales reclutados en el sector servicios, que comenzaron a prosperar a partir de 1890 en adelante, vieron reflejadas sus aspiraciones en el Estado soviético (el matrimonio Webb, que también admiró por un breve espacio de tiempo a Mussolini, es el caso paradigmático), y a su vez el Estado soviético inspiró indirectamente la pasión con que tales elementos se instalaron en las burocracias estatales en rápida expansión de Gran Bretaña, Francia o los Estados Unidos. Durante la Segunda Guerra Mundial, el esfuerzo bélico aliado y los planes para un orden mundial de posguerra, en conjunción con la aparición de los movimientos de resistencia antifascista bajo la ocupación nazi, estimularon aún más esas expectativas.

Hemos descrito antes el impacto que ejerció en el ambiente político y social internacional la rápida transición a las condiciones de la Guerra Fría entre los ex aliados de la Segunda Guerra Mundial. En torno a 1950, el establecimiento de democracias populares en Europa oriental, la revolución china y el estallido de la guerra de Corea demostraron que al parecer el modelo soviético tenía aún más fuerza y dinamismo de lo que se había creído diez años antes, durante la era del Frente Popular. Hasta la consolidación del ambiente de «restauración» en Europa Occidental a principios de la década de los cincuenta, el gobierno laborista británico (1945-1951) y la participación política de la izquierda o el predominio de esta en los gobiernos de reconstrucción nacional de Francia, Alemania Occidental, Italia y Bélgica, parecían haber puesto los cimientos de economías «socialistas» de algún tipo mediante importantes nacionalizaciones y una gran ampliación de la legislación social. A diferencia de lo sucedido tras la Primera Guerra Mundial, a la Segunda no le siguió una oleada revolucionaria en Europa Occidental. Sin duda (como antes he expuesto), el papel conciliador desempeñado por los partidos comunistas francés, italiano y belga durante el período 1945-1947 fue decisivo para desactivar las esperanzas obreras de que tras la guerra se produjeran cambios fundamentales, y dichas esperanzas no se limitaban de ningún modo a la clase obrera. Los Estados Unidos también invirtieron abundantes recursos en la estabilización económica, política y social de Europa Occidental, forzando así una polarización de la política interna en el continente en torno a las líneas de batalla dictadas por la inminente constitución de los bloques de la Guerra Fría. No debería perderse de vista, además, que entre todas las partes interesadas estaba muy extendido el temor a una recaída en una crisis económica como la de 1919-1920 en cuanto la producción terminara de reconvertirse para fines pacíficos. Dado que la economía mundial solo había salido de la crisis mediante el rearme occidental de 1937-1938, parecía lógico suponer que la desmovilización provocaría una crisis.

En semejante ambiente, afirmar que el éxito de la restauración conservadora que tuvo lugar en Europa Occidental hacia 1952 se debió al sometimiento de los partidos comunistas de Europa Occidental a la presión de Stalin y de Yalta suscita muchos interrogantes. Al igual que explicaciones similares de la derrota de las revoluciones europeas posteriores a 1918 como consecuencia de la traición de los socialdemócratas, esa tesis no explica por qué los trabajadores toleraron esos acuerdos en masa y, lo que quizá sea todavía más grave, no presta atención seria a la clase de «socialismo» que esos partidos tan sometidos a Stalin hubieran construido en caso de haber llegado al poder.

Los pequeños grupos revolucionarios que mantuvieron una actividad durante el período de la inmediata posguerra (con la importante excepción de los bordiguistas, que pronosticaron acertadamente décadas de hegemonía reformista) estuvieron ciegos ante las realidades de su época, como tantos otros, debido a las expectativas apocalípticas y los vaticinios en torno a la repetición de la oleada posterior a 1917. Esas expectativas, así como analogías razonables basadas en la experiencia histórica del período de entreguerras, cegaron a esas corrientes (y a casi todo el mundo) ante las fuerzas subterráneas que estaban obrando en favor de la estabilización y de la larga expansión económica de posguerra.

Nos hemos referido en varias ocasiones a la importancia que tuvo la entrada plena en la historia universal de los movimientos anticoloniales durante la década anterior a la Primera Guerra Mundial, y que quedó subrayada por la victoria militar japonesa de 1905. En el período de descolonización acelerada que siguió a la Segunda Guerra Mundial, sobre todo a partir de Bandung, los Estados recién independizados y desarrollistas de la India, Egipto, Indonesia, o más tarde de Ghana y por último de Argelia, se unieron por primera vez a la creciente gama de Estados calificados de «progresistas» que servían de modelo para países semejantes y movimientos anticoloniales en otras partes. Pese a que en realidad esos Estados y sus ideologías antiimperialistas se inspiraron más directamente en los movimientos protofascistas y fascistas de la Europa central y oriental del período de entreguerras (por mediación del ejemplo de Attaturk, Iqbal o Vargas) que en el marxismo, la nueva coyuntura post- 1945 les permitió reciclarse en el seno del campo «progresista». Fue así cómo la maltrecha ideología liberal anterior a 1914, que había sobrevivido a la «era del colectivismo» de los años treinta y a su aparente extinción a escala mundial, acabó rivalizando hacia 1950 con las economías estalinistas del bloque oriental y los nuevos Estados «bonapartistas del Tercer Mundo». El liberalismo de la variedad decimonónica, por supuesto, estaba prácticamente muerto; sobrevivió en las «economías mixtas», las «economías sociales de mercado», los «estados del bienestar» y las ideologías de la «tercera vía» que estaban en el poder, al menos en la práctica, en Europa Occidental y los Estados Unidos. El punto de apoyo teórico de muchos de estos compromisos institucionales era, por supuesto, la teoría de J. M. Keynes del período de entreguerras. Lo que estaba en liza en todos ellos era una determinada relación entre el Estado y el mercado, o entre la planificación y el mercado. Es importante seguir la trayectoria de estas variantes, porque durante la crisis general de la izquierda internacional que se produjo durante la década de 1970, esas cuestiones volvieron a plantearse con toda virulencia bajo la nueva forma agresiva planteada por el neoliberalismo. A través de la revolución rusa, la experiencia occidental del período de entreguerras y el proceso de descolonización, la izquierda internacional se había tragado en bloque variaciones sobre el tema del «Estado popular» propuesto por el SPD lassalleano en Gotha en 1875. Las categorías del marxismo habían sido apropiadas por las categorías mercantilistas de la burocracia estatal. (Hay un excelente debate sobre estos temas en R. Szporluk, Communism and Nationalism. Karl Marx versus Friedrich List, 1988).

El boom de posguerra: apoteosis de las clases medias improductivas

La economía mundial capitalista post-1945 no recayó en la crisis. Al contrario, inició, en tres etapas sucesivas, una de las fases de expansión más largas de la historia del capitalismo. En un sentido puramente económico, el comienzo de la fase de boom, que aminoró su velocidad en 1965 y finalizó en 1973 podría fecharse a partir de 1938, al menos en lo que a los Estados Unidos se refiere. Por supuesto, nadie pretendió calificar de «socialistas» a las instituciones internacionales creadas cuando comenzó la recuperación de posguerra: el acuerdo de Bretton Woods sobre los tipos de cambio, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el GATT, la OCDE. Y no obstante, como veremos, uno de los defectos fundamentales de todas las soluciones estatistas, tanto en el mundo occidental como en los países descolonizados, fue ignorar la relevancia de dichas instituciones. En determinadas circunstancias, se adjudicó al Estado la responsabilidad de un crecimiento rápido y dinámico, mientras que en otros se le consideró responsable del estancamiento y de la decadencia. Ahora bien, nadie puso en duda que el Estado fuera el agente de ambos. La crisis de la década de 1970 demostró lo contrario, con desastrosos resultados para la izquierda internacional. En resumidas cuentas, la izquierda había sido conquistada por el institucionalismo.

El boom de posguerra atravesó tres fases. La primera discurrió entre 1945 y 1958, y estuvo caracterizada por el Plan Marshall, el movimiento a favor de la integración europea, la provisión de liquidez internacional a través de la balanza de pagos norteamericana, un crecimiento acelerado (con salarios bajos) en Europa, un crecimiento lento en los Estados Unidos (jalonado por recesiones en 1948-1949, 1953- 1954 y 1960-1961) y una marginación creciente del Tercer Mundo a través de la acumulación intensiva en Norteamérica, Europa Occidental y Japón.

La segunda etapa del boom de posguerra va de 1958 a 1969. Estuvo caracterizada por una profunda alteración de la economía estadounidense tras la recesión de 1957- 1958, y por la aceleración de la inversión productiva en el extranjero, sobre todo en Europa Occidental. La fundación de la CEE (1957) abrió Europa no solo a la inversión

norteamericana sino también a la movilidad de la mano de obra. Hacia 1965 aproximadamente, la inversión productiva comenzó a desplazarse hacia puntos escogidos del Tercer Mundo en los que la productividad del trabajo había alcanzado niveles satisfactorios, y en los que existía la infraestructura necesaria para la producción en masa. Durante la segunda etapa del boom de posguerra, la crisis del dólar que los expertos habían puesto en duda en 1958 empezó a provocar serios niveles de discordia internacional, a someter los tipos de cambio fijos a grandes tensiones, el inicio de un movimiento hacia el oro y, como consecuencia del excesivo déficit de la balanza de pagos norteamericana, la creación del mercado de los eurodólares para absorber dólares estadounidenses en manos extranjeras. Entre 1961 y 1969, los propios Estados Unidos disfrutaron de un boom estimulado en parte por la guerra del Vietnam. En la industria los salarios reales tocaron techo en 1965. En Europa, los salarios comenzaron a aumentar a finales de la década de 1960, impulsados por una combatividad obrera que aprovechó las condiciones del boom para desquitarse por la austeridad salarial generalizada de 1945-1965. A raíz de la crisis del dólar en 1968, la creciente tensión en torno a los acuerdos de Bretton Woods desembocó en la recesión norteamericana de 1969-1971. La dinámica del boom internacional llegó a su apogeo con la recesión europea y japonesa de 1965-1967 y con la mini-recesión estadounidense de 1966. La fase final del boom de posguerra, que duró hasta 1973, fue en realidad un super-boom hiperexagerado que ya no se alimentaba del dinamismo de la esfera de la producción sino que dependía de la creación de crédito estatal masivo y del saqueo elemental de los recursos productivos.

También es importante para nuestro debate sobre el Estado, el mercado y el plan reseñar la evolución del bloque soviético. Ya en 1944, en los círculos económicos soviéticos había tenido lugar una discusión acerca de la operación de la ley del valor. Desde la supresión de la NEP en 1928, las estrategias de industrialización soviéticas orientadas hacia el mercado habían quedado desacreditadas tanto en la teoría como en la práctica. Las impresionantes tasas de crecimiento obtenidas durante la fase de acumulación primitiva de 1928 a 1941, así como unas tasas semejantes logradas en el período de reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial, siguieron arrinconando esas inquietudes. En 1962, sin embargo, en Checoslovaquia, que antes de la Segunda Guerra Mundial había sido la zona más industrializada de Europa oriental, y que tenía una renta per capita aproximadamente equivalente a la de Francia, se registró un año de crecimiento negativo. En tanto país más industrializado del bloque soviético, este hecho tan llamativo disparó las alarmas. El problema checo, que fue lo que en definitiva condujo a las reformas de Dubcek de 1967-1968, puso sobre el tapete un problema de todo el bloque: el agotamiento de la acumulación basada en el crecimiento extensivo, situación que las economías occidentales habían afrontado durante el período transcurrido entre 1914 y 1945. En la medida en que en el bloque oriental estas estructuras se hallan más cerca de la superficie, arrojan luz sobre fenómenos de trascendencia global. Las economías del Este europeo están bloqueadas por los planificadores centrales, cuyos métodos, apenas adecuados para la acumulación extensiva, son inservibles para la acumulación intensiva. Los planificadores centrales, los «comedores de acero», se encuentran más o menos en la misma posición que los empresarios estadounidenses de las industrias intensivas en mano de obra de orientación nacionalista de los Estados Unidos que se resistieron a la transición al keynesianismo durante la década de 1930. El fracaso de Kruschev, la insignificancia de la reforma Liberman en la Unión Soviética en 1965, y la invasión soviética de Checoslovaquia no hicieron sino retrasar el día del juicio final, que llegó con Gorbachov en 1985. Las economías del bloque soviético están atrapadas entre el dilema de desmantelar el aparato de planificación estatal para racionalizar y dinamizar sus economías, y padecer el desempleo y los trastornos sociales que desencadenaría una apertura plena al mercado.

En Occidente, el final del boom de posguerra desembocó en la crisis de 1974-1975, a la que antes hemos aludido. Las ilusiones sobre el papel del Estado como agente del crecimiento económico, la perspectiva del funcionario estatal, del hombre de la negación, del moi absolu, se volatilizaron. La desindustrialización de Occidente se aceleró. La fase de acumulación de «alta tecnología» (la apropiación directa del conocimiento científico por el propio proceso productivo) se intensificó. El auge del neoliberalismo se difundió de la Gran Bretaña de Thatcher a los Estados Unidos de Reagan pasando por la Francia de Mitterrand, la Rusia de Gorbachov y la China de Deng. En 1980-1981, la clase obrera polaca exigía, de hecho, el «socialismo de mercado». En todo el mundo se impuso la elección entre el mercado y el plan. La perspectiva socialista parecía estar en ruinas. Existía una conciencia general de que el neoliberalismo era una ideología de la austeridad, de redistribución regresiva de la riqueza, de endeudamiento del Tercer Mundo, de un caos mayor en torno al dólar, de subvención de la economía estadounidense por el capital extranjero, de acumulación acelerada de deuda, de saqueo de los activos de las grandes compañías y de disminución drástica del gasto social. Ahora bien, los neoliberales habían pintado el mundo con sus nuevos colores (lo que los franceses denominan «el pensamiento único») y en definitiva, cualquier objeción al papel del mercado parecía remitir implícitamente a una apología de la burocracia estatal y del estancamiento. La «izquierda» ha respondido con llamamientos a favor de una «política industrial», pero el meollo del problema está en la necesidad de romper con el juego internacional de suma cero en el que está atrapada la clase trabajadora.

* Se denomina así a los miembros del States’ Rights Democratic Party, partido estadounidense segregacionista y conservador que se separó del partido demócrata en 1948, decidido a proteger lo que calificaba de «modo de vida sureño» del acoso de un gobierno federal opresor. En torno al año 1950, casi todos los dixiecrats habían regresado al seno del partido demócrata. (N. del t.)

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